Uso
y abuso del populismo
Marcos
Roitman Rosenmann
La
Jornada
8
de enero de 2005
Hay conceptos que resultan problemáticos cuando se les
utiliza en el ámbito político y en los medios de
comunicación. El populismo es uno de ellos, y sobre él
pesa una maldición. Nada más pronunciarse, quien
recibe el apelativo se ve sumido en la desgracia. Gobiernos, personajes
del mundo político y social son víctimas propicias
de este vocablo arrojadizo cuya eficacia en la descalificación
logra mejores resultados que ser inculpado de asesinato. Esto
último se puede solucionar con buenos abogados, una campaña
de prensa y el paso del tiempo que cura los efectos negativos
hasta el olvido. Sin embargo, quienes caen bajo la mancha de ejercer
populismo o ser cómplices de políticas populistas
terminan inhabilitados por propios y extraños. Su calvario
trae consigo una fuerte dosis de crítica para redimir el
pecado y mantenerse en la arena política. Sometidos a escarnio
público y bajo la atenta mirada de sus fiscales, serán
cuestionados sin piedad buscando cualquier excusa para abalanzarse
sobre el "populista" y acabar definitivamente con semejante
lacra social.
Acusar de
populista es una maniobra que tiene réditos para el demandante
y deja indefenso al demandado. Sin necesidad de explicar su significado,
cuando se trae a la mano se convierte en un insulto. En definitiva,
perjudica. Es uno de esos conceptos mal traído para solucionar
problemas de impotencia por falta de vocabulario. Escasez de palabras
y un ramplón no saber explicar qué pasa a nuestro
alrededor remiten a un exabrupto donde se condensan todos los
males o todos los problemas del orden social. ¡Estamos ante
un populista! ¡Esto es política populista! Una vez
lanzado el improperio, el alivio invade el cuerpo y el alma de
quien lo emite, y un sentimiento de satisfacción transforma
la ignorancia de la frase en un cliché con aceptación
social. Lamentablemente, tras de sí no hay un ápice
de rigor teórico ni explicación de orden sociológico
o de carácter político. Llanamente se escamotea
el esfuerzo de interpretar la realidad social en beneficio de
una salida de corto alcance con pretensiones de erudición.
Encasillar
órdenes sociales complejos bajo enunciados genéricos
abstrae el análisis de la estructura social y de poder
que subyace a todo proceso político. La comprensión
de la historia inmediata no se hace por medio de traslaciones
mecánicas de conceptos cuya capacidad explicativa no puede
sobrepasar sus cuotas epistémicas. La elasticidad categorial
presenta límites. Es necesario pedir argumentos. Si lo
hacemos, se verá cómo el tartamudeo y una cierta
bravuconería se apoderan del susodicho ante la necesidad
de fundamentar el significado de algo que desconoce. Sin poder
salir del atolladero, seguramente recurrirá a los clásicos:
¡el populismo es el populismo! y ¡todos sabemos su
significado, por tanto sobran explicaciones!
Hoy, en América
Latina, el término se desliza y está en boca de
la derecha política en su vertiente liberal progresista
o conservadora para descalificar a sus oponentes directos. Dos
ejemplos: el alcalde de la ciudad de México, Manuel López
Obrador, y el presidente de la República Bolivariana de
Venezuela, Hugo Chávez, son acusados de ejercer y ser populistas.
Ellos son un caso emblemático de uso del concepto para
descalificar políticas públicas y comportamientos
sicosociales afincados en el sentido común. Aunque existan
posibilidades de explicar su liderazgo popular por otras vías,
como la credibilidad, el desarrollo y el cumplimiento de programas,
o el posible carisma, sus detractores prefieren calificarlos de
populistas, pensando en la humillación que produce el término
y la obligada defensa a que se ven obligados para evadir el "sambenito".
Así, una vez colgado, no se salvan de pasar a la historia
como demagogos y falsos profetas.
Sin embargo,
tampoco podemos olvidar que fueron acusados de populistas todos
los gobiernos de América Latina con políticas públicas
desarrolladas durante los años 50 y 60 del siglo XX. En
el saco cayeron desde Goulart, en Brasil, hasta Salvador Allende,
en Chile. Para los neoliberales no hubo diferencia entre Velasco
Alvarado, Velasco Ibarra y Omar Torrijos. Se trató de justificar
las privatizaciones, la desarticulación del sistema público
de salud, de educación, y de flexibilizar el mercado de
trabajo. Para este fin, populismo fue el saco de las políticas
de inclusión social de corte keynesiano. Más tarde,
en los 80 y 90, bajo su denominación cayeron gobiernos
y personajes contradictorios como Bucaram, en Ecuador, o Fujimori,
en Perú. La lista puede ampliarse. Ya hemos visto lo gelatinoso
del concepto cuando está teñido de intencionalidad
política. Pero lo común a todos, se dirá,
es el resultado nefasto de sus estrategias. Con esta afirmación
emerge un relato que permite seguir una saga de populismos y adjetivarlos
según las épocas. Los habrá de derechas o
de izquierdas. Eso facilita afirmaciones tales como: "América
Latina es víctima del populismo y es necesario erradicarlo
en beneficio de la estabilidad, el progreso, el orden social y
la economía de mercado." Sin más, se relacionan
de manera aleatoria lenguajes, discursos, formas de vestir con
imágenes, recuerdos y sentimientos cuyo amasijo termina
por asimilar a Juan Domingo Perón con Hugo Chávez,
como lo hace el nicaragüense Sergio Ramírez, para
no ir muy lejos. Todo es válido y sirve para crear parangones
y terminar en el punto ciego del populismo.
Pero puntualicemos.
El populismo en América Latina es un fenómeno característico
de la transición del Estado oligárquico comprendido
entre los años 20 y 40 del siglo XX. Supuso un cambio en
el proceso de acumulación de capital y redefine la hegemonía
de las clases dominantes. Un tipo de articulación que desplazó
a la oligarquía de su centro de poder y facilitó
el control del Estado a los sectores modernizadores con un discurso
nacionalista, antioligárquico e inclusive antimperialista.
Pero excluyeron a las clases dominadas de su articulación.
Confundir lo popular y el populismo es el resultado de una falta
de capacidad crítica para visualizar los nuevos fenómenos
sociales que hoy vive la región y de un sospechoso nivel
de ignorancia que beneficia a los intereses más reaccionarios
de "Nuestra América". Si hay un nuevo populismo
lo menos que puede hacerse es debatir sobre su contenido, alcance
y sentido político. Emitir un juicio antes del estudio
es, parafraseando a Gadamer, propio de idiotas.
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