¿Dónde están las armas de destrucción masiva?

Higinio Polo

Rebelión.org

23 de abril 2003


Al día siguiente de los atentados que destruyeron las Torres Gemelas de Nueva York, el secretario de defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, empezó a preparar la invasión de Iraq. Lo sabemos ahora por las revelaciones de los propios diarios norteamericanos, The New York Times y The Washington Post entre ellos. No había ninguna prueba de complicidad entre Bagdad y los autores de los atentados, pero eso era una cuestión menor para Washington: pese a todo, el ataque contra Iraq fue aplazado porque el secretario de Estado, Colin Powell, consiguió que George W. Bush aceptara que, antes de iniciar la guerra, había que convencer a los ciudadanos norteamericanos. Había que hacer pedagogía de la guerra. A cambio, en la Casa Blanca se optó por bombardear Afganistán: las víctimas no lo sabían aún, pero en esa siniestra partida de naipes guerreros que se desarrollaba en Washington, decenas de miles de personas se estaban jugando la vida. Muchos, la perdieron.

No sabemos todavía cuántas muertes cometieron los norteamericanos en la invasión de Afganistán. Tal vez no lo sepamos nunca, aunque algunas fuentes barajan cifras de varias decenas de miles de muertos. Sin embargo, no era suficiente: le llegaba el turno a Iraq, cuyo destino aplazado aguardaba en las pizarras del Pentágono. Las persistentes mentiras sobre la peligrosidad de Iraq y la artificial creación de alarmas entre la opinión pública crearon el ambiente adecuado entre los ciudadanos norteamericanos: recuérdese la proliferación de alarmas en aeropuertos y ciudades y los llamamientos a la población para afrontar "duros atentados terroristas", hechos por portavoces de Washington y de Londres. Todavía con las operaciones militares en Afganistán en marcha, Colin Powell presentaba en la sede de la ONU en Nueva York sus pruebas irrefutables sobre las armas de destrucción masiva en poder de Bagdad. El 5 de febrero, Powell mostraba ante los ojos del mundo las pruebas, preparadas por sus servicios secretos: entre otras cosas, afirmó que Qusay, un hijo de Sadam, había hecho retirar las armas prohibidas de los palacios, pero que éstas existían; dijo que miembros del gobierno y altos funcionarios escondían elementos prohibidos en sus propias casas; argumentó que vehículos habilitados como laboratorios móviles trasladaban agentes químicos -con ántrax, con toxinas de botulismo- por las carreteras del país, listos para ser utilizados; alardeó de que tenían documentos en su poder que demostraban que los científicos iraquíes que hablasen con los inspectores de la ONU serían condenados a muerte. Powell llegó al extremo de afirmar que los depósitos de fuel de los aviones cazas Mirage se habían modificado para albergar hasta dos mil litros de ántrax, y mostró supuestas filmaciones de aviones que lanzaban agentes químicos mortales.

También mantuvo Powell ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que Al Qaeda preparaba atentados en Europa desde Bagdad, sin aportar mayores pruebas. Enseñó las fotografías aéreas de supuestos búnkers donde se guardaban agentes químicos; insistió en los aviones no pilotados que Saddam Hussein tenía listos para dispersar armas químicas y biológicas; hizo escuchar a los ministros y embajadores las grabaciones de supuestos miembros de las fuerzas armadas iraquíes, e insistió en las pruebas obtenidas de ingenieros iraquíes de los que nunca más se ha sabido nada. En esa histórica jornada del 5 de febrero de 2003, Powell afirmó que Estados Unidos tenía la seguridad de la existencia en Iraq de, al menos, 18 camiones que albergaban laboratorios móviles, y tal vez de contenedores que realizarían las mismas funciones y que podían trasladarse por ferrocarril. El secretario de Estado norteamericano mostró fotografías aéreas que supuestamente registraban a camiones que trasladaban armas químicas desde el complejo de Al-Musayyib, y aseguró que el programa nuclear iraquí estaba en marcha, alegando supuestos documentos que fueron encontrados en la casa de un científico iraquí. Powell, dueño de sus recursos, mostró al Consejo de Seguridad y, a través de las cámaras de televisión al mundo, un pequeño frasco con sal, asegurando que, si fuera ricina, menos de un pellizco bastaría para causar la muerte. Para Washington no había duda: Iraq estaba en posesión de armas de destrucción masiva. Parece mentira, pero todas esas cosas se dijeron en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y las informaciones ofrecidas por los periódicos del mundo al día siguiente pueden ser consultadas por cualquier curioso que no recuerde con precisión.

Ahora, consumada la criminal agresión y con todo el territorio del país en manos de los militares norteamericanos y británicos el mundo se pregunta: ¿dónde están las armas de destrucción masiva? Contestar a esa pregunta es una seria responsabilidad para Colin Powell y su gobierno, y, a menos que quieran aparecer ante el mundo como los dueños de la mentira y de la guerra, deben hacerlo. Sin embargo, no es probable que lo hagan de manera limpia: todo parece indicar que las pruebas irrefutables presentadas por Colin Powell en la ONU han tenido una corta vida y, hasta para los propios ciudadanos norteamericanos, pueden tornarse en simples mentiras, si tuvieran acceso a medios de información veraces e independientes. Sin embargo, Washington sabe que debe decir algo al respecto, y Rumsfeld ha anunciado el envío de nutridos equipos de nuevos inspectores, mil personas dirigidas por un general, para encontrar las armas de destrucción masiva. Le llamarán Grupo de inspección de Iraq, pero, antes de que inicie sus trabajos, carece de credibilidad: incluso antiguos analistas e investigadores de la CIA han admitido su temor de que Washington prepare convenientemente las pruebas. Porque, pese a que Bush centre sus esfuerzos en la celebración de la victoria en una sucia guerra desigual, el hecho de que las armas de destrucción masiva no hayan aparecido -ni las biológicas, ni las químicas, ni las nucleares- coloca a los Estados Unidos en una difícil situación. Debe recordarse que Estados Unidos forzó la resolución 1441 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas sobre la base de la existencia de esas supuestas armas, y que después inició la invasión militar con el mismo pretexto. También las acusaciones de ayuda al terrorismo están en tela de juicio: la supuesta complicidad de Bagdad con Al Qaeda debe demostrarse aún, aunque la detención del palestino Abu Abbas haya sido presentada, sin convicción, como una de las evidencias de la existencia de las redes terroristas en Iraq. Washington debe responder ante el mundo también por la comisión de graves delitos: el bombardeo de la población civil, la destrucción de las infraestructuras, de las plantas potabilizadoras del agua o de las centrales eléctricas, está considerada por las leyes internacionales como un crimen de guerra. Los dirigentes del Pentágono dijeron también que no perseguirían a la población civil, y, frente a esas afirmaciones falsarias, el mundo ha podido constatar la sucesión de matanzas contra civiles desarmadas, utilizando los más abyectos pretextos: las últimas matanzas, con la guerra ya terminada, se hicieron disparando a manifestantes, para aterrorizar a la población, como ha ocurrido en la ciudad de Mosul. Ha podido constatarse la comisión de crímenes de guerra por las tropas invasoras de Iraq.

Bush, otra vez, ha mentido al mundo, y no va a escapar de ello, por mucho que la prepotencia norteamericana y la habitual impunidad con que han cometido las últimas matanzas parezca indicar lo contrario. Han ido demasiado lejos. Han mostrado el rostro más feroz de la guerra, aunque intentasen tapar los crímenes con el manto del engaño, porque los blindados norteamericanos no llevaban consigo la libertad sino una nueva dominación colonial. Nadie va a llorar a Saddam Hussein, pero nadie va a creer tampoco que el tiempo de la libertad ha llegado: si acaso el de la barbarie, la ignorancia y el desprecio a la historia de los árabes y al legado cultural del mundo. Según la BBC británica, un millón de libros -algunos de incalculable valor- fueron quemados o destruidos en Bagdad. El Museo Nacional, la Biblioteca Nacional y el Museo de Mosul padecieron la misma condena de la destrucción, que Washington consintió. Las denuncias de la UNESCO sobre la preparación del saqueo antes de la guerra, son reveladoras, y también a esas preguntas debe responder el gobierno de los Estados Unidos. Es más: resulta altamente sospechoso que los militares norteamericanos permitiesen que los ministerios, los centros administrativos e incluso la sede de los servicios secretos fuesen arrasados: ¿acaso no podrían -según sus propias afirmaciones anteriores- haber encontrado allí alguna prueba de la vinculación de Bagdad con el terrorismo? ¿Por qué permitir entonces que todo fuese arrasado? ¿No se optó por permitir el saqueo como una humillación más, como otro castigo añadido a la devastación de la guerra? Porque la destrucción de hospitales y ministerios, el saqueo de las propiedades públicas, el vandalismo de las universidades y centros de enseñanza, la demolición de las estructuras que articulaban la sociedad iraquí, la destrucción de la memoria de los pueblos, ejemplificada en el Museo arqueológico de Bagdad, han sido deliberadamente permitidas por las tropas de ocupación, que han mostrado así el torvo rostro del nuevo capitalismo globalizado, del imperialismo desnudo que pretende poner de rodillas al mundo. Todas esas acciones de pillaje y destrucción no son acontecimientos fruto del azar, de la desgracia o del destino aciago: son una deliberada humillación de los pueblos árabes y un aviso para el mundo. Washington también debe responder por ello, ante la Corte Penal Internacional, aunque no la reconozca, y debe pagar reparaciones de guerra a Iraq, no con los recursos del petróleo iraquí sino con los suyos. Será difícil, pero, intentándolo, al menos, los ciudadanos libres del mundo y las organizaciones que defienden la libertad de los pueblos dejarán el testimonio de su propia dignidad acusando públicamente a los criminales de guerra.

No va a ser fácil ese proceso, pero los ciudadanos del mundo deberán hacerse muchas preguntas. ¿Qué sistema es éste, que necesita de la guerra infinita para sobrevivir? ¿Qué proyecto de futuro pueden ofrecer al mundo los que han permitido las llamas de la Biblioteca Nacional de Bagdad? ¿Qué puede erigirse sobre la base de la doctrina fascista de las guerras preventivas? La conexión entre la guerra y la globalización liberal ha quedado de manifiesto ante los ojos de los ciudadanos de la tierra. Al mismo tiempo, la guerra ha visto nacer un movimiento internacional que no se va a detener aquí, porque sabe que en este enfrentamiento se juega el futuro del mundo. En Iraq, se ha mostrado, desnuda, la ferocidad del capitalismo realmente existente, el núcleo de hierro del imperialismo que impone la rapiña y ejerce el expolio sobre la mayoría de la población del planeta. Debería ser motivo de reflexión para todos el hecho de que Washington envíe por el mundo unas tropas de ocupación tan siniestras que, tras volar las plantas potabilizadoras del agua y someter a la población a un cerco medieval, tengan el cinismo de presentarse como "tropas humanitarias". Han vencido, pero saben que nadie cree en sus palabras. Por eso, Wolfowitz, el hombre fuerte del Pentágono, sabiendo que estaba en juego la credibilidad norteamericana, aseguró que "debe haber una administración efectiva desde el primer día", añadiendo que "la gente necesita agua, alimentos y medicinas; las cloacas deben funcionar, la luz eléctrica tiene que funcionar. Y esa es una responsabilidad de la coalición". Wolfowitz y los suyos se preparan para una larga dominación militar, que no les va a resultar sencilla: ya han anunciado la creación de cuatro bases militares en el país.

La guerra casi ha terminado, y los portavoces del ejército invasor han ocultado que la resistencia del pueblo iraquí a la ocupación ha sido heroica, aunque los iraquíes no hayan podido detener la máquina de la muerte norteamericana. Pero los militares norteamericanos no han podido ocultar que no se han congregado muchedumbres para recibir las tropas invasoras, ni han podido servir al mundo imágenes de muchedumbres aclamando la bandera de las barras y las estrellas. Al contrario, la población iraquí ha visto la destrucción de hospitales y escuelas, de universidades e instituciones, de fábricas y museos, realizada con la connivencia del invasor, que persigue hacer necesaria la presencia norteamericana en el país: los militares norteamericanos y británicos han creado un caos absoluto para justificar la ocupación. Los iraquíes saben también, y con ellos el mundo, que una vez culminada la invasión, llega el momento de repartirse el botín iraquí. Intentarán privatizar la industria petrolífera, meterán las manos en las riquezas del país, en el agua, en las comunicaciones. No lo harán directamente: presentarán al mundo sus imposiciones como si fueran una decisión de los dirigentes políticos que impondrán en el país, en el marco de una "reforma" que tendrá el supuesto objetivo de modernizar el país. De hecho, la planificación del reparto del botín iraquí, aunque tenga que sortear las protestas, acalladas con matanzas, como la ocurrida en Mosul, es ya una de las preocupaciones principales de la administración militar que dirige el general Jay Garner, un viejo mercader de la guerra. También, la guerra de Iraq ha mostrado que la mayor amenaza a la paz mundial es el Pentágono y las ansias de dominación planetaria de Washington. Lo sabemos, pero, ahora, cuando ese general norteamericano se dispone a gobernar las tierras arrasadas de Iraq, seguimos sin saber donde están las armas de destrucción masiva. Apenas sabemos dónde están las víctimas y los muertos.

 

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