La
presidencia imperial y sus consecuencias
Noam
Chomsky
La
Jornada
Enero
del 2005
Todo lo que
ocurre en Estados Unidos tiene impacto enorme en el resto del
mundo. Y a la inversa. Situaciones internacionales constriñen
lo que puede llevar a cabo inclusive el Estado más poderoso.
También tienen influencia en el componente interno de la
segunda superpotencia, término usado por The New York Times
para describir la opinión pública mundial luego
de las grandes demostraciones de protesta efectuadas antes de
la invasión a Iraq. En contraste, serias demostraciones
de protesta demoraron años en desarrollarse en Estados
Unidos contra la guerra de Vietnam, lanzada en 1962, brutal y
salvaje desde el comienzo.
El mundo ha
cambiado desde entonces, no debido al obsequio de líderes
benevolentes, sino mediante la lucha popular, demasiado tarde
en desarrollarse, pero finalmente eficaz. El mundo está
en muy malas condiciones en la actualidad, pero mucho mejor que
ayer en relación al rechazo a la agresión, y en
muchas otras formas que solemos tomar por sentado. Debemos tener
muy claras las lecciones de esa evolución. No resulta sorprendente
que a medida que los pueblos se hacen más civilizados,
los sistemas de poder extreman los recursos en sus esfuerzos por
controlar la gran bestia (término usado por Alexander Hamilton
para designar al pueblo). Y la gran bestia es realmente temible.
La concepción
del Gobierno de George W. Bush de soberanía presidencial
es tan extrema que ha generado críticas sin precedentes
de los más sobrios y respetados medios de prensa. En el
mundo posterior a los ataques del 11 de septiembre del 2001, el
Gobierno se comporta como si las normas constitucionales y legales
hubiesen sido suspendidas, señala Sanford Levinson, profesor
de derecho en la Universidad de Texas, en el último número
de la revista Daedalus. La excusa de que puede hacerse cualquier
cosa en época de guerra podría definirse también
como "no existe norma que pueda aplicarse al caos".
La cita, señala Levinson, es de Carl Schmitt, principal
filósofo de derecho durante el periodo nazi, a quien describe
como la verdadera eminencia gris del Gobierno de Bush. Mediante
la asesoría del consejero de la Casa Blanca Alberto Gonzales
(en la actualidad elegido para el cargo de secretario de Justicia),
el Gobierno ha articulado un punto de vista sobre la autoridad
presidencial muy cercano al poder que Schmitt estaba dispuesto
a acordar a su Führer, dice Levinson.
En muy raras
ocasiones se oyen tales palabras provenientes del centro del establishment.
Esas concepciones de autoridad imperial subrayan la política
de la Casa Blanca. La invasión a Iraq fue al principio
justificada como acto de autodefensa anticipada. El ataque violó
los principios del Tribunal de Nuremberg, base de los estatutos
de Naciones Unidas, que declaró que el comienzo de una
guerra de agresión es el crimen internacional más
grave. Y solo difiere de otros crímenes de guerra en el
hecho de que contiene dentro de sí mismo los males acumulados
de todos los demás. De ahí los crímenes de
guerra en Fallujah y en Abu Ghraib, la duplicación de la
desnutrición aguda de los niños iraquíes
desde la invasión (en la actualidad la desnutrición
está en el mismo nivel de Burundi, y es muy superior a
la de Haití o Uganda), y el resto de las atrocidades.
A comienzos
de año, luego que se informó que abogados del Departamento
de Justicia de Estados Unidos intentaron demostrar que el Presidente
podía autorizar el uso de la tortura, el decano de la Facultad
de Derecho de Yale, Harold Koh, dijo al Financial Times: "La
idea de que el Presidente tiene el poder constitucional de permitir
la tortura es como decir que tiene el poder constitucional de
cometer genocidio". Los asesores legales del Presidente,
así como el nuevo Secretario de Justicia, tendrán
escasa dificultad en señalar que Bush tiene realmente ese
derecho, si es que la segunda superpotencia le permite ejercerlo.
El Gobierno
trata de encontrar maneras de liberar a sus principales funcionarios
de toda responsabilidad. La sagrada doctrina de autoinmunización
seguramente podrá aplicarse al proceso a Saddam Hussein
(en momentos en que escribimos este artículo, estarían
a punto de presentarse cargos contra ex miembros del Gobierno
iraquí, y tal vez contra el propio Saddam). Cuando Bush,
el primer ministro Tony Blair y otros personajes en posiciones
de autoridad lamentan los terribles crímenes de Saddam,
siempre omiten las palabras "con nuestra ayuda, pues a nosotros
no nos importaba".
"Se están
haciendo todos los esfuerzos para crear un tribunal que parezca
independiente. Pero funcionarios estadounidenses han favorecido
medidas para controlarlo, a fin de evitar poner en entredicho
el papel de Estados Unidos y de otras potencias occidentales que
respaldaron previamente al régimen", dijo a Le Monde
Diplomatique Cherif Bassiouni, profesor en la Facultad de Derecho
de la Universidad De Paul y experto en el sistema legal iraquí.
Eso hace lucir todo el proceso como la venganza del vencedor,
algo que era previsible.
¿Cuál
es la mejor respuesta a esta situación? En Estados Unidos
disfrutamos un legado de gran privilegio y libertad que resulta
notable si se toman en cuenta estándares comparativos e
históricos. Podemos abandonar ese legado y optar por la
fácil senda del pesimismo: no hay esperanza alguna; por
tanto, hay que abandonar la lucha. Pero también podemos
aprovechar ese legado para ampliar una cultura democrática
en la cual el pueblo desempeñe algún papel a fin
de decidir no solo en el terreno político, sino en la crucial
área de la economía.
No se trata
de ideas extremistas. Fueron articuladas con claridad, por ejemplo,
por John Dewey, el principal filósofo social estadounidense
del siglo XX, quien dijo que hasta que el feudalismo industrial
sea reemplazado por la democracia industrial, la política
seguirá siendo la sombra que arrojan las grandes corporaciones
sobre la sociedad. Dewey se basó en una larga tradición
de pensamiento y de acción que se desarrolló de
manera independiente en la cultura de la clase obrera desde los
orígenes de la revolución industrial estadounidense,
cerca de Boston.
Tales ideas
permanecen apenas debajo de la superficie y podrían llegar
a formar parte de nuestras sociedades, de nuestras culturas e
instituciones. Pero, como otras victorias en favor de la justicia
y de la libertad en el curso de los siglos, nada ocurrirá
por su cuenta. Una de las lecciones más claras de la historia,
incluida la reciente, es que los derechos no son graciosamente
concedidos, sino ganados.
* Profesor
de lingüística en el Instituto de Tecnología
de Massachusetts, en Cambridge, y autor del libro, de reciente
publicación, Hegemony or Survival: America's Quest for
Global Dominance
Permitida
la reproducción parcial o total siempre y cuando se
citen las fuentes. Copyleft
©2003-2005. Los pobres de la tierra.org - San José,
Costa Rica.
Volver
arriba