El cataclismo de Damocles

Gabriel García Márquez

La Jornada, publicado originalmente en 1986

marzo 2003



Un minuto después de la última explosión, más de la
mitad de los seres humanos habrá muerto, el polvo y el
humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz
solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en
el mundo. Un invierno de lluvias anaranjadas y
huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos y
volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán
muerto de sed en las aguas ardientes, y cuyos pájaros
no encontrarán el cielo. Las nieves perpetuas cubrirán
el desierto del Sahara, la vasta Amazonia desaparecerá
de la faz del planeta destruida por el granizo, y la
era del rock y de los corazones transplantados estará
de regreso a su infancia glacial. Los pocos seres
humanos que sobrevivan al primer espanto, y los que
hubieran tenido el privilegio de un refugio seguro a
las tres de la tarde del lunes aciago de la catástrofe
magna, sólo habrán salvado la vida para morir después
por el horror de sus recuerdos. La creación habrá
terminado. En el caos final de la humedad y las noches
eternas, el único vestigio de lo que fue la vida serán
las cucarachas.

Señores Presidentes, señores Primeros Ministros,
amigas, amigos: Esto no es un mal plagio del delirio
de Juan en su destierro de Patmos, sino la visión
anticipada de un desastre cósmico que puede suceder en
este mismo instante: la explosión, dirigida o
accidental, de sólo una parte mínima del arsenal
nuclear que duerme con un ojo y vela con el otro en
las santabárbaras de las grandes potencias.

Así es. Hoy, 6 de agosto de 1986, existen en el mundo
más de 50.000 ojivas nucleares emplazadas. En términos
caseros, esto quiere decir que cada ser humano, sin
excluir a los niños, está sentado en un barril con
unas cuatro toneladas de dinamita, cuya explosión
total puede eliminar 12 veces todo rastro de vida en
la Tierra. La potencia de aniquilación de esta amenaza
colosal, que pende sobre nuestras cabezas como un
cataclismo de Damocles, plantea la posibilidad teórica
de inutilizar cuatro planetas más que los que giran
alrededor del sol, y de influir en el equilibrio del
sistema solar. Ninguna ciencia, ningún arte, ninguna
industria se ha doblado a sí misma tantas veces como
la industria nuclear desde su origen, hace 41 años, ni
ninguna otra creación del ingenio humano ha tenido
nunca tanto poder de determinación sobre el destino
del mundo.

El único consuelo de estas simplificaciones
terroríficas, si de algo nos sirven, es comprobar que
la preservación de la vida humana en la Tierra sigue
siendo más barata que la peste nuclear. Pues con el
sólo hecho de existir, el tremendo Apocalipsis cautivo
en los hilos de muerte de los países más ricos está
malbaratando las posibilidades de una vida mejor para
todos.

En la asistencia infantil, por ejemplo, esto es una
verdad de aritmética primaria. La UNICEF calculó en
1981 un programa para resolver los problemas
esenciales de los 500 millones de niños más pobres del
mundo. Comprendía la asistencia sanitaria de base, la
educación elemental, la mejora de las condiciones
higiénicas, del abastecimiento de agua potable y de la
alimentación. Todo esto parecía un sueño imposible de
100 000 millones de dólares. Sin embargo, ese es
apenas el costo de 100 bombarderos estratégicos B-1B,
y de menos de 7 000 cohetes Crucero, en cuya
producción ha de invertir el gobierno de los Estados
Unidos 21 200 millones de dólares.

En la salud, por ejemplo: con el costo de 10
portaaviones nucleares Nimitz, de los 15 que van a
fabricar los Estados Unidos antes del año 2000, podría
realizarse un programa preventivo que protegiera en
esos mismos 14 años a más de mil millones de personas
contra el paludismo y evitara la muerte (sólo en
África) de más de 14 millones de niños.

En la alimentación, por ejemplo: el año pasado había
en el mundo, según cálculos de la FAO, unos 575
millones de personas con hambre. Su promedio calórico
indispensable habría costado menos que 149 cohetes MX,
de los 223 que serán emplazados en Europa Occidental.
Con 27 de ellos podrían comprarse los equipos
agrícolas necesarios para que los países pobres
adquieran la suficiencia alimentaria en los próximos 4
años. Ese programa, además, no alcanzaría a costar ni
la novena parte del presupuesto militar soviético de
1982.

En la educación, por ejemplo: con sólo 2 submarinos
atómicos Trident, de los 25 que planea fabricar el
gobierno actual de los Estados Unidos, o con una
cantidad similar de los submarinos Tifón que está
construyendo la Unión Soviética, podría intentarse por
fin la fantasía de la alfabetización mundial. Por otra
parte, la construcción de las escuelas y la
calificación de los maestros que harán falta al Tercer
Mundo para atender las demandas adicionales de la
educación en los 10 años por venir podrían pagarse con
el costo de 245 cohetes Trident-II, y aún quedarían
419 cohetes para el mismo incremento de la educación
en los 15 años siguientes.

Puede decirse, por último, que la cancelación de la
deuda externa de todo el Tercer Mundo, y su
recuperación económica durante 10 años, costaría poco
más de la sexta parte de los gastos militares del
mundo en ese mismo tiempo. Con todo, frente a este
despilfarro económico descomunal, es todavía más
inquietante y doloroso el despilfarro humano: la
industria de la guerra mantiene en cautiverio al más
grande contingente de sabios jamás reunido para
empresa alguna en la historia de la humanidad. Gente
nuestra, cuyo sitio natural no es allá sino aquí, en
esta mesa, y cuya liberación es indispensable para que
nos ayuden a crear, en el ámbito de la educación y la
justicia, lo único que puede salvarnos de la barbarie:
una cultura de la paz.

A pesar de estas certidumbres dramáticas, la carrera
de las armas no se concede un instante de tregua.
Ahora, mientras almorzamos, se construye una nueva
ojiva nuclear. Mañana, cuando despertemos, habrá nueve
más en los guadarneses de muerte del hemisferio de los
ricos. Con lo que costará una sola de ellas
alcanzaría, aunque sólo fuera por un domingo de otoño,
para perfumar de sándalo las cataratas de Niágara.

Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna
vez si la Tierra no será el infierno de otros
planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin
memoria, dejada de la mano de sus dioses en el último
suburbio de la gran patria universal. Pero la sospecha
creciente de que es el único sitio del sistema solar
donde se ha dado la prodigiosa aventura de la vida nos
arrastra sin piedad a una conclusión descorazonadora:
la carrera de las armas va en sentido contrario de la
inteligencia.

Y no sólo de la inteligencia humana, sino de la
inteligencia misma de la naturaleza, cuya finalidad
escapa inclusive de la clarividencia de la poesía.
Desde la aparición de la vida visible en la Tierra
debieron transcurrir 380 millones de años para que una
mariposa aprendiera a volar, otros 180 millones de
años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el
de ser hermosa, y cuatro eras geológicas para que los
seres humanos, a diferencia del bisabuelo
pitecántropo, fueran capaces de cantar mejor que los
pájaros y de morirse de amor. No es nada honroso para
el talento humano en la edad de oro de la ciencia
haber concebido el modo de que un proceso
multimilenario tan dispendioso y colosal pueda
regresar a la nada de donde vino por el arte simple de
oprimir un botón.

Para tratar de impedir que eso ocurra estamos aquí,
sumando nuestras voces a las innumerables que claman
por un mundo sin armas y una paz con justicia. Pero
aun si ocurre, y más aún si ocurre, no será del todo
inútil que estemos aquí. Dentro de millones de
millones de milenios después de la explosión, una
salamandra triunfal que habrá vuelto a recorrer la
escala completa de las especies será quizás coronada
como la mujer más hermosa de la nueva creación. De
nosotros depende, hombres y mujeres de ciencia,
hombres y mujeres de las artes y las letras, hombres y
mujeres de la inteligencia y la paz, de todos nosotros
depende que los invitados a esa coronación quimérica
no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de
hoy. Con toda modestia, pero también con toda la
determinación del espíritu, propongo que hagamos ahora
y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de
la memoria, capaz de sobrevivir al diluvio atómico.
Una botella de náufragos siderales arrojada a los
océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de
entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle
las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella
prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia,
pero que también conocimos el amor y hasta fuimos
capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga
saber para todos los tiempos quiénes fueron los
culpables de nuestro desastre, y cuán sordos se
hicieron a nuestros clamores de paz para que esta
fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué
inventos tan bárbaros y por qué intereses tan
mezquinos la borraron del Universo. (Tomado de La
Jornada, México. Publicado originalmente en 1986)

Nota: La versión digital del periódico mexicano La
Jornada, en su edición del sábado 15 de febrero de
este año publicaba en la portada la siguiente
explicación, al pie de una foto de García Márquez:
Gabriel García Márquez negó ser el autor de una carta
que circula en Internet dirigida al Presidente
estadounidense George W. Bush: 'Se trata de un
panfleto para suscitarle respaldos a él', bromeó, y
agregó: 'Me produce gran vergüenza lo mal que está
escrito. Lo que realmente pienso sobre la guerra está
en El cataclismo de Damocles, texto reproducido ayer
en estas páginas.'

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