La conquista de los moros en Filipinas
Mark Twain, 1835-1910
Hojarasca - Rebelión
Publicado póstumamente 1924
«No tuvimos más remedio que tomarlos a todos, civilizarlos y cristianizarlos, y por la gracia de Dios, hacer por ellos lo mejor que supimos como hermanos nuestros por quienes también murió Cristo.»
-El presidente de EEUU McKinley a una delegación de metodistas, 1899-El incidente estalló por todo el ancho mundo el pasado viernes mediante un cablegrama oficial del comandante de nuestras fuerzas armadas en Filipinas a nuestro gobierno en Washington. La sustancia de su contenido es la siguiente:
Una tribu de "moros, de salvajes negros", se había fortificado en la cavidad de un cráter a no muchas millas de Jolo. Y como eran hostiles a nosotros porque durante ocho años hemos tratado de arrebatarles sus libertades, su presencia en esa posición constituía una amenaza. Nuestro comandante, general Leonard Wood, ordenó una misión de reconocimiento. Se halló que los moros ascendían a 600, contados sus mujeres y niños, que su cráter se hallaba en la cima de una montaña a unos 730 metros sobre el nivel del mar y era de muy difícil acceso para las tropas y la artillería cristianas. El general Wood ordenó entonces un ataque por sorpresa, y él mismo se apersonó en el lugar para cerciorarse de que su orden se llevara a cabo. Nuestras tropas escalaron las alturas por senderos tortuosos y difíciles llevando incluso algo de artillería. No se especifica el tipo de artillería transportada, pero en determinado lugar hubo de izarse hasta la cima de una pronunciada pendiente maniobrando desde una distancia de unos cien metros. Llegados al borde del cráter, comenzó la batalla. Nuestros soldados eran 540. Los ayudaban tropas auxiliares compuestas de policía nativa pagada por nosotros, cuyo número no se determina, y una compañía naval cuyos efectivos tampoco se dan. Al parecer ambos bandos eran aproximadamente iguales en número --600 hombres de nuestro lado, al borde de la cavidad; 600 hombres, mujeres y niños en el fondo del cráter. Profundidad de éste, 17 metros.
Comenzó la batalla --oficialmente se la designa por este nombre-- con nuestras tropas haciendo fuego hacia dentro del cráter mediante artillería y sus mortales armas cortas de precisión. Los "salvajes" devolvían el fuego furiosamente, probablemente con hondas --aunque esto es meramente una suposición mía--, ya que las armas empleadas por los "salvajes" no se nombran en el cablegrama. Hasta ahora los moros han empleado machetes y garrotes principalmente, o algunos mosquetones del mercado, ineficaces cuando disponían de alguno.
El informe oficial dice que en la batalla se luchó con una energía prodigiosa por ambas partes durante día y medio y terminó con una victoria completa de las armas americanas. La realidad y la brillantez de la victoria quedan definidas por los hechos siguientes: de los 600 moros ni uno solo quedó vivo; de los 600 héroes solamente 15 perdieron la vida.
El general Wood presenciaba y seguía la batalla. Su orden había sido: "Maten o capturen a esos salvajes". Al parecer, nuestro ejercitejo consideró que el "o" le autorizaba a matar o capturar según su gusto, y su gusto seguía siendo el mismo que durante los ocho años anteriores: el de los carniceros cristianos.
El informe oficial ensalza y engrandece muy apropiadamente el "heroísmo" y la "galantería" de nuestras tropas, lamenta la pérdida de los 15 muertos y exagera las heridas de los 32 de nuestros hombres que recibieran lesiones, describiendo incluso minuciosamente y con fidelidad su naturaleza en interés de los futuros historiadores de Estados Unidos: que el codo de uno de los soldados había resultado rozado por un proyectil (se da el nombre del soldado); otro resultó con la punta de la nariz rozada por otro proyectil; también se cita su nombre en el cable --a un dólar cincuenta centavos la palabra.
Los diarios confirmaron el informe del día anterior, nombraron de nuevo a nuestros 15 muertos y 32 heridos, y una vez más describieron las heridas adornándolas con los adjetivos apropiados.
Consideremos ahora dos o tres detalles de nuestra historia familiar. En una de las grandes batallas de la Guerra Civil murieron y fueron heridos el 10 por ciento de las tropas que combatieron, de ambos bandos. En Waterloo, donde lucharon 400 mil hombres, cayeron 50 mil entre muertos y heridos en cinco horas, dejando otros 350 mil sanos y salvos para futuras aventuras. Hace ocho años, cuando se representó la patética comedia que se llamó guerra de Cuba, llamamos a filas a 250 mil hombres. Luchamos una serie de batallas para la galería, y cuando la guerra concluyó habíamos perdido en el campo de batalla 268 hombres de los 250 mil, entre muertos y heridos, y exactamente catorce veces más por galantería de nuestros médicos militares, en hospitales y campamentos. No exterminamos a los españoles, ni mucho menos. En cada una de las colisiones matamos o herimos un promedio del 2 por ciento de las tropas enemigas.
Contrastemos estos datos con las grandes estadísticas que nos han llegado del cráter moro.
Seiscientos soldados entraron en batalla, perdimos 15 hombres en el campo y tuvimos 32 heridos --contados esa nariz y ese codo.
El enemigo ascendía a 600, contados sus mujeres y sus niños, y los exterminamos totalmente, sin dejar vivo ni un solo niño para que pudiese llorar a su madre muerta. Es ésta, sin comparación, la más grande victoria que jamás lograron los soldados cristianos de los Estados Unidos.
Así pues, ¿cómo se ha recibido? Las magníficas noticias aparecieron con espléndidos titulares de ostentación en cada uno de los periódicos de esta ciudad de 4 013 000 habitantes el viernes por la mañana. Pero ni una sola referencia a ella hubo en los editoriales de ninguno de esos periódicos. La noticia volvió a aparecer en todos los periódicos de la tarde, y de nuevo permanecieron silenciosos en sus editoriales. Por cuanto he podido averiguar, sólo una persona entre los 80 millones de estadunidenses se permitió el privilegio de un comentario público en esta gran ocasión: el presidente de Estados Unidos. Durante todo el viernes permaneció concentradamente silencioso como todos los demás. pero el sábado reconoció que su deber le exigía decir algo. He aquí lo que dijo:
«Washington 10 de marzo de 1906
Wood, Manila:
Felicito a usted y a los oficiales y hombres a sus órdenes por el brillante hecho de armas en el que usted y ellos tan bien mantuvieron el honor de la bandera americana.
-Theodore Roosevelt-
Este pronunciamiento es pura convención. Ni una sola de las palabras escritas salió de su corazón. Sabe perfectamente bien que acorralar a 600 desgraciados e inermes en un agujero, como ratas en una trampa, y aniquilarles uno por uno durante día y medio desde una posición segura en las alturas no constituye ningún hecho de armas brillante, sino lo que continuamente han venido haciendo durante ocho años en Filipinas --es decir, deshonrar la bandera estadunidense.
Al otro día, domingo --ayer-- el cable nos trajo noticias ulteriores, más espléndidas aún: "La lista de muertos asciende ya a 900"El siguiente titular explica la seguridad de la posición de nuestros valientes soldados: "Imposible distinguir los hombres de las mujeres en la feroz batalla de la cima del Monte Dajo".
Los desnudos indígenas estaban tan lejos, allá abajo en el fondo de la trampa, que nuestros soldados eran incapaces de distinguir los pechos de una mujer de las rudimentarias tetillas de un hombre --tan lejos que no podían diferenciar al tambaleante niño del hombre de dos metros de altura.
"Se luchó durante cuatro días": Así que nuestros soldados estuvieron dedicados al asunto durante cuatro días y no día y medio. Fue un largo y feliz picnic sin otra cosa que hacer que sentarse cómodamente y disparar contra aquellas gentes e imaginar las cartas que se escribirían luego a la admirada familia y apilar gloria sobre gloria. Aquellos indígenas que luchaban por su libertad tuvieron también cuatro días, pero para ellos debió ser un tiempo luctuoso, sin el consuelo de saber que mientras tanto ellos habían causado la muerte a 15 de sus enemigos y herido a algunos más en el codo y la nariz.
(*)Tomado de Mark Twain: Autobiography, Harper and Brothers, Nueva York y Londres, 1924.
Traducción de Jesús Villa