Costa Rica, Suiza centroamericana

Mario Sancho Jiménez, Costa Rica

1936

Explicación


Esta visión de conjunto del país en los últimos treinta años puede que a muchos parezca demasiado pesimística. En el fondo la creo verdadera y por eso la doy así, sin quitarle ni ponerle nada, al público. No se me oculta que la tarea de apuntar fallas y destruir conceptos convencionales no es tarea simpática en ninguna parte del mundo y menos en Costa Rica.

Tampoco me hago ilusiones del efecto que pueda lograr en la conciencia pública. Tres largos años de buen batallar contra la injusticia y la mentira me han convencido de lo difícil que es mover opinión entre nosotros. La conferencia que sigue es en gran parte como un compendio de esa campaña estéril, y así el lector no debe sorprenderse si encuentra en ella ideas ya publicadas por mí en artículos de la prensa diaria en la cual he luchado por desacreditar muchas cosas que aquí critico: el procedimiento tardo y costoso de nuestra Justicia, los impuestos que nos encarecen la vida, el cambio alto y el salario bajo. Casi siempre estuve sólo en esos empeños, aun cuando abogara por darle pan bueno y barato al pobre o protestara contra el régimen podrido de nuestras instituciones de caridad, y no me sorprenderá si ahora también me quedo solo, y si los vivos atribuyen a apasionamiento mis críticas y los tontos lo creen. En un país donde los más se mueven únicamente por el interés o la pasioncilla malsana, resulta difícil convencer a nadie de la sinceridad de uno. ¡Qué importa! A mí me basta con repetirme los versos del Petrarca:

Io parlo per ver dire,
non per odio d'altrui né per desprezzo.

M. S.
Cartago, 22 de noviembre de 1935.

COSTA RICA, SUIZA CENTROAMERICANA

Desde hace algunos años anda nuestro espíritu buscándose un refugio en el pasado, en parte, --¿a qué negarlo?-por gusto del pasado mismo, pero muy principalmente por escapar a la angustia y desencanto del presente. Los tiempos que corren son en verdad aflictivos y desconsoladores. El país, hombres, instituciones, costumbres, todo anda de muy capa caída. Económicamente estamos a dos dedos de la bancarrota, endeudados hasta la coronilla, mitad por improvidencia y mitad por improbidad, con casi todas nuestras industrias arruinadas y con tan poca esperanza de salir de apuros como mucho peligro de que a la postre el acreedor extranjero, cuando vea que no podemos cumplirle la palabra, irrumpa en nuestras aduanas so pretexto de ponerlas en orden y de hacerse pagar.


Pero si el estado de las finanzas del país es malo, sus condiciones sociales y políticas son peores. Al desbarajuste económico, ha dicho hace poco don Elías Jiménez Rojas, uno de los poquísimos ciudadanos que se dan entera cuenta de estas cosas y que no se callan su opinión, corresponde una profunda crisis moral, en nuestro concepto más grave aún que aquél, porque asume proporciones más grandes y porque sus consecuencias afectan hasta la propia raíz de la vida nacional.


No quisiéramos pasar por agoreros de calamidades públicas, pero la verdad es que no podemos ver sin aprensión el porvenir. La República no nos parece segura en este desconcierto y en esta lucha de intereses egoístas exacerbados bajo el apremio de las circunstancias, y no creemos pecar de pesimistas si decimos que los ideales de nuestros mayores, de quienes heredamos patria independiente y digna, están sufriendo hoy una baja tanto o más considerable que la de los títulos de Estado o de la divisa nacional. Y aunque tampoco nos gustaría sentar plaza de moralistas de clavo pasado, vamos a agregar, sin embargo, que al decir ideales entendemos también las normas de conducta que orientaron la de los buenos costarricenses de otros tiempos. Moral y buenas costumbres van camino de ser pronto un recuerdo apenas del pasado. No hemos sabido conservar ese precioso patrimonio y la historia tendrá que acusarnos de haberlo disipado.


Verdad es que la Costa Rica de antes no nos ofrecía el espectáculo de una sociedad adelantada, ni de una vida confortable y llena de refinamientos. Cierto que nuestros abuelos vivían con poca comodidad y mucha o demasiada sencillez, pero al menos la austeridad de sus costumbres, la modestia de sus ambiciones, la varonil resignación con que afrontaban los trabajos y las molestias de una existencia bastante primitiva, eran buena escuela para la hechura del carácter, tan buena como son malas disciplinas lujos y refinamientos, que no riman con nuestros escasos recursos, para la edificación moral de las nuevas generaciones.


Ya estamos oyéndonos llamar con horaciana ironía: laudator temporis acti. No creemos, sin embargo, habernos dejado llevar por el encanto que presta a las cosas la lejanía, cuando aseguramos que la hombría de bien del costarricense chapado a la antigua no es invento de costumbristas o poetizadores del tiempo pasado, sino un hecho real y verdadero, con sus naturales excepciones, claro está. Y es lógico que así fuera. Aquella sencillez de costumbres, aquella modestia de ambiciones, aquella conformidad cristiana que informaban la conducta de la gente de antes, contribuían a hacer de la existencia, si bien dura en el sentido de la comodidad que ahora disfrutamos, algo menos complejo, menos exigente, menos difícil y menos costoso. Por un lado el individuo tenía que tolerar muchas más molestias de orden material, pero por otro, su modo de vivir no le exigía tanto desasosiego y tanto empeño en obtener el dinero con que es fuerza pagar el confort con que ahora vivimos. Había menos demandas a la vanidad, a la sensualidad, a la codicia, que son los resortes, hay que confesarlo, del progreso material, pero que también son responsables de la mayor parte de las indignidades y las transgresiones morales que ocurren con innegable frecuencia en la sociedad moderna.


En el caso de Costa Rica este fenómeno parece agravarse por circunstancias especiales que trataremos de señalar aunque sea de prisa. Todos sabemos que nuestra clase media ha sido, es y será por mucho tiempo más o menos pobre. Pues bien, la transformación de sus costumbres no ha llevado el paso con el incremento de sus medios pecuniarios. Las comodidades que ha introducido en su vida, aunque pocas, si se las compara con las que disfrutan los individuos de esa misma clase en otros países, son más y mayores de las que sus entradas pueden sufragar. Ninguna observación es tan frecuente entre nosotros como la de que estos fulanos o aquellos zutanos viven con más lujo del que debieran. Cuando la palabra lujo no se refiere a gastos verdaderamente inútiles, como los tragos tomados en el club o en la cantina (y digamos de paso que aquí sería difícil acentuar mucho la diferencia entre clubes y cantinas), o como las pretensiones elegantes de la hija casadera, si bien muy de acuerdo con sus ansias matrimoniales, resueltamente en pugna con los recursos del pobre padre de familia, significa conveniencias o comodidades que constituyen cada fin de mes un desequilibrio en el presupuesto doméstico, y son origen las más veces de trampas, enredos o de otras cosas más graves.


Esto, respecto a nuestra clase media. Vamos ahora con nuestras llamadas clases altas.
Digamos primero que en Costa Rica no ha habido realmente aristocracia, sin que neguemos por esto la existencia en lo antiguo de gentes de abolengo aristocrático. Sí que las hubo, cuya información de sangre hubiera demostrado quizá cualidades de la más rancia nobleza, pero todas vinieron de España sin gran fortuna, y ninguna logró adquirirla aquí. Esta era una oscura y pobre provincia de la Corona de Castilla, donde no había riquezas minerales ni pingües industrias con que dorar cuarteles nobiliarios. Nuestros nobles no pasaron, pues, de ser lo que llaman en la Península "hidalgos de gotera", hombres serios, sobrios, buenos cristianos que vivían holgadamente, mas sin exceder los límites de la dorada medianía. Ninguno vivió en grande, ninguno hizo jamás, como se dice, casa de dos pisos, ni comprometió la solidez de su hacienda en locuras fastuosas, convites espléndidos, exquisiteces culinarias o esplendores de guardarropía. No hubo entre los primates de la Colonia o de los primeros años de la República nadie que nos recuerde a un José de la Borda, que se gastó parte de las riquezas extraídas a los cerros auríferos de Tasco en los deliciosos jardines de Cuernavaca que habían luego de encantar al alma trágica de Maximiliano; o a un Conde de Rul, constructor magnificente de una iglesia para sus mineros de Guanajuato, que podría servir en cualquier parte del mundo de hermosísima catedral.


Las casas que habitaban nuestros próceres coloniales son bien poca cosa al lado de los palacios de México o de Lima, cuyas puertas embellecían primores de arte e ilustraban las armas de añejas estirpes. El tren y el regalo de sus vidas tampoco iban más allá de la holgura tranquila en que vive cualquier persona de posibles. De sus descendientes, lograron conservar el patrimonio los que lo administraron con prudencia y parsimonia. Quienes excedieron los términos modestos en que habían vivido sus progenitores, comiendo como gran lujo tortilla con queso, para decirlo al modo pintoresco de don Nicolás Oreamuno, se arruinaron.


Para hacer cumplida justicia a los hombres de antaño, hay que agregar que si usaban del dinero parsimoniosamente, sin incurrir en las ostentaciones un poco cursis de los adinerados de ahora, no cabe duda que eran más generosos y que tenían un sentido de cooperación social más fuerte y mejor cultivado. Para convencerse de esto no tiene uno más que preguntarse a quiénes debe el país sus principales instituciones de beneficencia: casi todas ellas son de larga data y están fundadas sobre un legado y sobre el empeño y la caridad de hombres pertenecientes a la Costa Rica antigua. Los ricos de nuestros días, sólo por excepción, legan su nombre y su dinero a una obra de bien común. Los más viven indiferentes a las necesidades ajenas, y mueren preocupados con la idea de asegurarse que sus herederos reciban el capital, libre hasta de los impuestos que la ley destina a fines caritativos. Muy rara vez tienen un movimiento generoso. En cambio, nuestros viejos casi nunca se despedían de este mundo sin dejar siquiera un manda para ayuda de los pobres o para el mayor esplendor del culto religioso que había confortado sus almas en la vida y en la muerte.


Hay otro punto que no quisiéramos pasar por alto, y que consiste en el mal uso que nuestros ricos hacen del dinero. Vamos a hablar de eso, no para descubrir ese mal uso, que tal como huelga en estas líneas destinadas a ser leídas principalmente por costarricenses, sino para confirmar la verdad de la observación de Renan , esto es, de que "el mejoramiento material de los individuos, cuando no va acompañado del grado de educación correspondiente, está lejos de favorecer su mejoramiento moral". "El pueblo", dice aquel ilustre pensador, (y aquí agreguemos nosotros que pueblo vale decir toda gente ineducada) "es mucho menos capaz que las clases elevadas o ilustradas de resistir a la seducción de los placeres fáciles que no están libres de inconvenientes más que cuando uno está blasé de ellos. Para que el bienestar no desmoralice es precioso estar habituado a él; el hombre ineducado se echa a perder pronto en el placer, lo toma groseramente en serio no se aburre de él".


Excusándonos de suscribir a las consecuencias políticas que Renan sacaba de su observación, diremos resueltamente que la nuestra nos lleva a tenerla como verídica. Ya hemos visto que la clase adinerada de Costa Rica, con raras excepciones, se caracteriza por su falta de altruismo y absoluta incapacidad para la cooperación social. Pues bien, agreguemos que tan grande como su sordidez es su frivolidad, su necia complacencia en la ostentación de dinero, su mal gusto, sus malas maneras, y sus ridículas y vanidosas satisfacciones. Después de ver a estos ricos en la intimidad, después de oírles sus chácharas plagadas de chismes y superficialidades, en que no apunta una idea generosa ni un sentimiento decente, sino por milagro, después de sufrirles su desdeñosa incomprensión de todo lo que no sea pesos y centavos, hay que convenir necesariamente con el dictamen del filósofo francés. A estos hombres les sobra todo, solo les falta aquel requisito insustituible, aquel savoir vivre, que es bien distinto de lo que aquí entienden por esto, aquello que concede simpatía a las personas, distinción a los actos, autoridad a las palabras, y buen tono a las costumbres.


Nuestros ricos son amigos de viajar. Uno pensaría que esto pudiera darles alguna amplitud mental y mejor entendimiento de las cosas del mundo. Desgraciadamente no es así. Nuestros ricos van y vienen de Estados Unidos y de Europa y siguen siendo los mismos. Están atacados de un incurable provincialismo y de una falta de visión y simpatía y de curiosidad intelectual grandes. En sus viajes no ven sino lo externo, lo obvio, lo que complace su temperamento comodón y vanidoso; lo que habla al espíritu se les pasa desapercibido.


Algunos habrá que encuentren exagerado y hasta calumnioso el retrato que hemos trazado, pero salvando a unos cuantos de nuestros magnates, con ideales de trabajo y de progreso, estamos seguros de que la experiencia y observación de casi todos nuestros lectores concurren en este punto con las nuestras.


Hemos señalado el mal y nombrado el remedio: educación. Desde luego hay que convenir en que nuestras escuelas y colegios no están enteramente exentos de culpa a este respecto. Su labor educativa no ha sido todo lo vigilante y eficaz que era de desearse para contrarrestar el mal. A veces, hasta cabe dudar de que se hayan dado siquiera cuenta de él, tal es la indiferencia con que ven esta irrupción horrible de ramplonería, vulgaridad y desmoralización apoderarse poco a poco del país.


Despierten nuestros
maestros ante el peligro que nos amenaza. No esperen oír la voz de rebato para hacerse cargo valientemente de su responsabilidad; entonces, cuando suene la campana o se encienda la almenara en congojas de alarma, ya será tarde. Despierten desde ahora. Cuiden, defiendan las costumbres de los jóvenes y los gustos, hoy solicitados más que por el libro o la conversación inteligente, por la bobería cinematográfica; cultiven en ellos la conciencia de los deberes patrióticos y el sentido altruista que ennoblece al individuo y hace grandes a los pueblos. Adoctrínenlos sobre todo en el amor de nuestro pasado para que les eche raíces el espíritu en la patria honesta, trabajadora y dueña de su destino que era la Costa Rica de antaño. Diríjanlos a la conquista del campo, que así ayudarán a desarrollar nuevas fuentes de riqueza y escaparán a la humillación de vivir gravitando sobre nuestras empobrecidas ciudades. Hay que enseñarles a cultivar la tierra, nuestra tierra. Cultivarla es la mejor manera de defenderla de la asechanza extraña.


Y con las cosas del espíritu hagan los maestros y hagamos todos otro tanto: cultivemos lo propio, defendamos nuestros ideales de vida, la sencillez de nuestras viejas costumbres, en vez de dejarnos imponer usos, cursilerías casi siempre, de otras partes. No es que queramos cerrarnos a todo lo extranjero solo porque es extranjero, aunque de ello pudiéramos salir beneficiados, pero sí discernir entre lo que conviene o no, entre los sustancial y lo frívolo. Examen, sentido crítico, es la cosa que más falta nos hace. No hay más que ver por el lado que van nuestros entusiasmos, digamos por caso, en literatura. ¿En qué se cifra generalmente nuestra admiración por las letras francesas? En lo peor que esa admirable literatura tiene que ofrecernos, en aquello precisamente que decía Ernest Renan: "sa basse presse, sa petite littérature, ses mauvais petits théatres dont le sot esprit, aussi peu français que possible, est le fait d'étrangers".


Tal vez habrá quien nos moteje de pedantes. Pero el mote no nos arredra ni disuade de decir con toda la vehemencia a nuestra disposición que no hay nada en la actualidad que logre irritarnos tanto como esta necia e inconducente admiración de nuestros frívolos afrancesados por toda suerte de futilezas anglicanas, como no sea el entusiasmo que suscitan entre nosotros las platitudes y chocarronerías que los mal informados toman como producto representativo de los Estados Unidos.


Reaccionemos animosamente contra todas estas cosas. No seamos provincianos, mas tampoco hagamos más el badaud ni en el boulevard ni en Broadway. Vayamos con ojos y mente abiertos por los caminos del mundo observando y aprovechando lo bueno de todas partes para volver luego a lo nuestro fortalecidos con el ejemplo de las serias disciplinas, de los arduos esfuerzos y de los ideales que constituyen la grandeza de esas y otras naciones. Sí, volvamos siempre a lo nuestro, estudiemos con amor nuestra historia y nuestra lengua, y seamos leales a nuestra ascendencia espiritual. Las piedras itinerarias del camino que se abre ante nosotros son Costa Rica, América, España.


* * *


Ya hemos hecho antes referencia a la falta de curiosidad y de aptitud intelectivas, esto es, de auténtica cultura, que manifiesta, salvo pocas excepciones, nuestra clase adinerada. Vamos ahora a decir algo de lo que pasa a ese respecto en las demás clases de la sociedad costarricense.
Hay, claro está, entre nosotros hombres cultos, amigos del arte y de los libros, comprensivos del verdadero progreso social y alentadores de gustos delicados, pero son bien pocos y por tanto nos contentaremos con reconocer su existencia, apuntando de paso la enorme desproporción entre los medios de que disponen y la tarea que para ellos significaría tratar de convertir a la masa popular al evangelio de la cultura. Fuera de estar en franca minoría, no gozan estas personas cultas, para una obra de esta clase, del aprecio y del apoyo de nuestros gobiernos por más que aquí se meta tanta bulla a diario sobre la protección que se da a las escuelas y colegios. La enseñanza en Costa Rica, mirada de cerca, es apenas una rama de tantas del burocratismo oficial donde tienen puesto, no la idoneidad ni el esfuerzo, sino la intriga y los méritos políticos. En el fondo, si exceptuamos a un Don Mauro , ninguno de nuestros políticos ha sentido nunca fervor por la educación del pueblo y cuando accidentalmente han tenido a su lado en el Gobierno a alguien que sintiera ese fervor, lejos de comprenderlo y ayudarle de verdad, apenas si le han dispensado la condescendencia que se usa hacia las personas ideáticas y un poco raras. "Son cosas de maestros", suelen decir nuestros Presidentes, con un imperceptible rictus irónico, ante todo genuino afán de cultura de sus ocasionales cuanto frustrados colaboradores.


Cierto que tenemos ahora muchas más escuelas rurales que antes, pero cualquier abogado o empleado de justicia puede decirnos que los conchitos de las generaciones nuevas siguen firmando a ruego y considerando las letras del alfabeto castellano como otros tantos jeroglíficos egipcios. Luego se dirá por qué.


Nuestro campesino, por otra parte, da la sensación de ser permanentemente inmune a las ideas y emociones de orden cultural por poco que rebasen el nivel de su atrasada mentalidad, aunque ésta tal vez no sea una característica exclusiva suya. En efecto, si repasamos al historia del país, vemos que al costarricense no lo ha trabajado nunca otra emoción que la religiosa. Esta incapacidad de apasionarse por algo más que por los intereses de la religión explica por qué en Costa Rica nunca se produjo ni siquiera un leve movimiento en pro de la independencia de España, mientras otros pueblos dentro de la misma Centroamérica, tan pobres y oscuros como el nuestro, luchaban por ella con denuedo, y por qué aquí ha fracasado siempre cualquier ideal grande que exija sacrificio y que no cuente con aquel respaldo. La misma guerra contra Walker se hizo, no a base de patriotismo, sino del terror del Obispo Llorente logró infundir a la gente sencilla, que era entonces toda o la mayoría de la gente, de que la Iglesia, el culto y los sacerdotes iban a ser destruidos si el filibustero hereje lograba posesionarse del país.


Hoy han cambiado las cosas ciertamente: el sentim
iento religioso ha venido muy a menos entre los individuos de las clases superiores quienes, si acaso conservan algo de la tradición católica, es la práctica de ir a misa de tropa los domingos. Los obreros están en este sentido en más o menos idéntica situación que los señoritos de las ciudades. A la casi generalidad de ellos les falta fe, la fe activa y profunda de sus mayores, aunque algunos, principalmente en provincia, sigan apegados por rutina a las festividades de iglesia. Los de la Capital, son, aun sin darse cuenta, francamente agnósticos y se conducen como tales. No pocos han cambiado la mística católica por la mística marxista . Entre los señores, en cambio, no se ve con cuál fuerza espiritual hayan suplido la falta de sus antiguas creencias. También el campesino tenga tal vez menos celo religioso que antes, pero como tampoco ha reemplazado con nada esa merma, se halla hoy más destituido que nunca de móviles espirituales, esto es, del sentido cristiano que antaño daba el tono a sus costumbres, y que hoy difícilmente podría hallar ni en las prédicas ramplonas de curas, faltos también de fervor para toda cosa que no sea las campañas políticas de cuyo éxito esperan la obtención de una curul en el Congreso.


Si a esto agregamos su género de vida que le ofrece escasísimas oportunidades de poder interesarse en algo capaz de mejorar su entendimiento y afinar su sensibilidad, quizá quede explicada esa apatía y sordidez que algunos consideran una cuestión de índole y de temperamento congénito. Imposible que un hombre que vive en la pobreza, mal comido y no pocas veces enfermos, desarrolle interés y gusto en nada, sobre todo si nadie cuida de suscitárselos. Ya hemos visto a qué se reduce la obra de la Iglesia: al sermón y al rosario. El Gobierno por su parte cree haber hecho mucho cuando le ha enseñado al pequeño campesino a leer y escribir, o mejor dicho, a cancanear y a hacer palotes. Enseguida le abandona a su suerte y no vuelve a acordarse de que existe, excepto en tiempo de elecciones. Al niño del campo le urge ponerse pronto a trabajar, y como en la mayoría de los casos no vuelve a toparse en el resto de su vida con un libro, y a veces ni con un periódico, olvida lo que aprendió y gracias si puede distinguir al cabo de los años la O por lo redonda.


En otros países de América, en México, por ejemplo, se le suministra gratuitamente al hombre de los campos lectura adecuada a fin de que no olvide lo aprendido y de que el trabajo y el gasto empleados en desanalfabetizarlo no resulte baldío; allá hay el empeño de que hasta el último indio del más humilde villorrio de la montaña más remota reciba y lea en El Libro del Pueblo (tal es el nombre de la revista publicada por la Secretaría de Educación), noticias de la vida nacional, conocimientos útiles sobre higiene, agricultura, veterinaria, etc. Aquí, por falta de una cosa parecida, y por la deficiencia de la escuela, se da el caso, que ya observaba el Doctor Ferraz en 1905, de que a nuestros jóvenes del campo les suceda firmar a ruego más frecuentemente que a sus padres y abuelos, después de casi cincuenta años de educación común.


En otra oportunidad volveremos a hablar de nuestras escuelas rurales. Rurales únicamente de nombre, pues al contrario de lo que se hace donde se entienden estas cosas rectamente, nuestras escuelas de los campos adolecen del mismo mal que las urbanas, su falta de sentido práctico. En esto también México podría darnos más de una lección provechosa. Aquel país ha organizado sus escuelas rurales con programas y métodos adecuados, tendientes a desarrollar en el campesino una mayor aptitud fabril y agrícola de acuerdo con los distintos cultivos e industrias de cada región. Mientras aquí no sigamos ese ejemplo, el dinero invertido en la educación del campesinaje será dinero tirado a la calle.


Claro es que el problema educacional está involucrado en el problema económico, de suerte que aquel no logrará una resolución satisfactoria hasta que éste haya sido también resuelto. Precisa primero que mejoremos la condición física del campesino, higienicemos su casa, fortalezcamos su salud y elevemos su estándar de vida. Solo así será posible la tarea de educarlo.
Desgraciadamente al juzgar por las pocas muestras de espíritu de cooperación y asistencia social que da nuestra clase dirigente, no puede uno hacerse grandes ilusiones de que nuestro concho vea mejores días.


Dos cosas serían indispensables a efecto de aliviar su suerte: buena moneda y una equitativa distribución de las cargas públicas. En ambas el país en vez de adelantar, ha ido para atrás.
El colón desde hace mucho tiempo va cuesta abajo inconteniblemente hacia tipos ínfimos de cotización en el mercado de valores, con evidente perjuicio del jornalero que continúa ganando prácticamente el mismo salario mientras la moneda sigue perdiendo capacidad adquisitiva.
A fin de evitar que nuestra unidad monetaria cogiera este desguinde de la depreciación incontenible, había antes una Junta de Control de Cambios. De más está decir que ni su funcionamiento ni su organización eran perfectos. Como todas las cosas del país, aquello había sido ingeniado a la carrera, para salir del paso, a propio tiempo que se ordenaba una emisión de billetes con el objeto que Don Cleto , ese gran maestro del pasteleo político, del derroche y del desorden, pudiese pagar a los empleados públicos en las postrimerías de su segunda e inolvidable administración. Pero así y todo, el control de cambios servía de freno a los desmanes de la especulación, y, bien que mal, con él íbamos capeando la tormenta.


Los cafetaleros, que aquí son los principales productores de oro, no cesaban, claro está de combatir un momento aquel organismo moderador de sus apetitos, alegando que la existencia de ese control era contraria a los principios liberales y a la buena doctrina económica que sobre estos principios se funda. Quienes tal decían, quienes tanto trinaban contra la intervención del Estado en relaciones que, según ellos, deben estar solo regidas por la ley de la oferta y la demanda, no se acordaban por supuesto de que en Costa Rica ni el Gobierno ni nadie profesa un criterio ortodoxo al respecto, y que son precisamente los Presidentes de la República de tipo manchesteriano los que aquí mandan a paseo a menudo los principios liberales, siempre que hay de por medio algún interés fuerte, cuando no un simple pretexto. Así les hemos visto dar leyes proteccionistas que encarecen al pueblo la manteca, el azúcar, la carne y otros artículos de primera necesidad, para fomentar esas industrias o acrecer simplemente las ganancias de los negocios particulares .


El juego de invocar los dogmas de la escuela liberal en provecho propio es un juego conocido del capitalismo que, entre nosotros, sin embargo, --ignorantes como vivimos de las nuevas orientaciones de la sociedad y la economía--, aún surte efecto. En otras partes del mundo, donde es ya un principio reconocido y acatado el derecho que asiste al Estado a limitar y controlar el interés privado en beneficio del interés público, se ríen de quienes pretendan proteger la mercadería averiada de su rapiña con la bandera de un liberalismo anacrónico e inconsecuente. Los pueblos civilizados saben hoy muy bien que "mientras el hombre de negocios se opone vigorosamente a toda intromisión del Estado en la economía, no cesa de intervenir en la política, de ejercer su influencia sobre las instituciones públicas y hasta complicar más de lo debido los motivos y argumentos que inducen a los políticos y funcionarios a tomar decisiones". Saben también, --y seguimos citando a Salvador de Madariaga, hombre de ideas más bien conservadoras--, que "cuando los negocios van bien se exige que el Estado no intervenga, mientras que cuando van mal, se reclama su ayuda en operaciones urgentes de salvamento; y que, consecuente con su criterio de predominio del interés privado, el hombre de negocios estima que ha de dejársele solo cuando se trata de repartir dividendos pero que la participación del Estado es indispensable cuando se trata de distribuir pérdidas."


En Costa Rica, acabamos de tener un ejemplo de esto último. ¿Acaso el arreglo propuesto por el señor Presidente Jiménez sobre el servicio de las deudas contraídas con el Banco Internacional , Banco de Estado, no estuvo inspirado exactamente en esa idea? ¿Acaso no se beneficiaron con la rebaja del principal o perdón de intereses en esos créditos a favor del Erario, no solo gentes verdaderamente necesitadas de ayuda, sino hasta tagarotes que, cuando se trataba del control, ponían el grito en el cielo vociferando su criterio egoísta de que la función del Estado no debe ir más allá de mantener lo que ellos llaman, a boca llena, el orden social, esto es, el bellísimo cuadro que ofrece una sociedad organizada sobre el principio de que el pez grande se come al chico?


Los tagarotes de todos modos se salieron con la suya y el cambio ha llegado en estos días hasta el setecientos, sin que haya esperanzas, ya no digamos de bajarlo a un tipo moderado, pero ni siquiera de estabilizarlo en un término medio que concilie la angurria de los cafetaleros y las necesidades del pueblo. El Congreso nombró una comisión encargada de estudiar el problema, pero nosotros sabíamos ya de antemano por dolorosa experiencia el resultado de tales comisiones. Los diputados a cuyo cargo estaba proponer el remedio se contentaron con la excusa que invalida aquí todas las cosas referentes al bien público: hay que aguardar, el momento no es oportuno, el gobierno actual está dando las boqueadas, la resolución de este asunto es mejor que quede para el futuro Presidente, etc. Luego, cuando éste llegue, se dirá que conviene esperar a que coja los estribos, y así éste y los demás problemas vitales de la República seguirán en la misma situación de ahora. Nuestros congresales nos recuerdan el apólogo del necio que descansaba junto al río que leímos en Gracián . "Pasaba un río entre márgenes opuestas, coronada de flores la una y de frutos la otra; parado aquélla de deleites, así como ésta de seguridades.

Escondíanse allí, entre los rosales las serpientes, entre los claveles las áspides, y bramaban hambrientas fieras rodeando a quien tragarse. En medio de tan evidentes riesgos estaba descansando un hombre, si lo es un necio. Pues pudiendo pasar el río y meterse en salvo de la otra parte, se estaba muy descuidado, cogiendo flores, coronándose de rosas, y de cuando en cuando volviendo la mirada a contemplar el río y ver correr sus cristales. Dábale voces un cuerdo acordándole su peligro y convidándolo a pasarse a la otra banda, con menos dificultad hoy que mañana. Mas él, muy a lo necio, respondía que estaba esperando acabase de correr el río para poderle pasar sin mojarse".


El sistema rentístico es otra cosa que hace tiempo pide reforma, pero que tendrá que esperarla quién sabe hasta cuando, quizás hasta que acabe de pasar el río que dice Gracián, o pasen si no estos políticos nuestros tan parecidos al necio de su cuento.


Para nadie es un secreto que el rico no tributa aquí en la justa medida de sus capacidades. Nunca ha tributado ni hay esperanza que tribute equitativamente, mientras nos gobiernen los próceres del capitalismo.


Sólo una vez en toda la historia de Costa Rica se ha hablado de establecer un tímido impuesto sobre la renta: en el tiempo que fue Presidente de la República don Alfredo González . Todos sabemos cómo se frustró ese intento y cómo aquel estadista pagó tamaño pecado. Pero al menos, en tiempos pasados los ricos sabían eso; comprendían que estaban rehuyendo el hombro a las cargas del Erario, que por otra parte no eran tan pesadas como son ahora, y se echaban sobre sus espaldas, para hacerse perdonar su renuencia, de Dios y de los hombres, el trabajo de fundar y de mantener hospitales, asilos y demás obras caritativas. En cambio, ¿qué vemos ahora? Los ricos persisten en su vieja táctica de rehusarse todo lo más que pueden a contribuir a las expensas del Estado. Esa es la actitud natural en ellos, aquí y en todas partes. "Nunca se ha visto"-escribe el ilustre Carlos Pereyra-"que una clase dominante pague los gastos públicos si puede eximirse de ellos. El gran señor de la tierra es en México lo que en todo el mundo." Y en otra parte agrega aquel agudo historiador: "Los grandes propietarios mexicanos han preferido vivir bajo el terror de los despotismos anárquicos antes que cumplir con los deberes inherentes al papel de clase directora y aceptar las consecuencias pecuniarias que ese papel entraña. La Federación en tanto ha vivido de las aduanas y del timbre, es decir, de los impuestos indirectos que recaen por fatal incidencia sobre la gran masa de los desposeídos." Allá en México hubieron los ricos de aceptar la parte de responsabilidad económica que les tocaba, pero a la fuerza, obligados por ese desorden revolucionario que tanto espanto pone en el corazón de los pusilánimes y que es mil veces preferible en nuestro concepto a una paz cobarde que no se funda en la justicia. Allá el pueblo se convenció de la necesidad de exigir por las malas lo que el capitalista egoísta no quería dar por las buenas. Aquel es uno de esos pueblos que los ticos solemos llamar epilépticos porque no se han avenido a vivir en la mansa resignación nuestra, calentando su pobreza y desconsuelo con los ideales de un moribundo individualismo liberal, y las cosas sucedieron de diferente manera.

En Costa Rica siguen lo mismo: el rico se ha dejado imponer al fin, es cierto, un impuesto de cédula personal, hecho a la carrera, sin estudio científico y con la mira de sacar de apuros en sus postrimerías a un Gobierno despilfarrador y entregado al peculado. Ese impuesto, como era natural, no da siquiera el rendimiento mezquino que buscaban sus autores, y no ha servido en resumidas cuentas más que para desacreditar entre nosotros la tributación directa. El Gobierno sigue en apuros, sin otra fuente considerable de ingresos que las aduanas. Con ella, esto es, con un impuesto atrasado, injusto, insuficiente, el Erario vive y vivirá en eterna angustia, hasta que venga un hombre al Poder que, en vez de alargar lastimosamente su mano en demanda de préstamos vergonzosos a los bancos para apuntalar las finanzas del Estado, se decida a imponer al país un sistema fiscal equitativo y decente.


No hay dinero ni para las instituciones de caridad. Los hospitales rechazan a los enfermos por falta de médicos. Los ricos lo saben muy bien, pero no acuden con su bolsa a la queja de los desvalidos, ya que no al llamamiento de la justicia que debiera hacerles el Gobierno. ¿Qué se hace entonces a fin de remediar tan angustiosa situación? Se piensa en gravar más a la pobretería, en encarecerle el pan que se come, con tal de no tocar al sagrado e intangible capital, y de esa cobardía por un lado, y de la complicidad nefasta de nuestros estadistas con el rico, por otro, surge una ley para que de un nuevo impuesto aduanero, del impuesto de la harina, esto es, del hambre del pueblo, se saquen los dineros destinados a la beneficencia pública, una ley que es la mayor infamia que se ha cometido en esta tierra donde se han cometido muchas y muy grandes.
Sería curioso averiguar si en algún otro país ha consentido la gente un tributo semejante que no se ajusta a la justicia en manera ninguna, que no es ni equitativo ni honrado. El impuesto de consumos resulta ya una rareza paleontológica que condenan todos los tratadistas de la materia y "no tiene defensa en el terreno científico" y el mismo autor de quien tomamos este último concepto agrega: "es antieconómico y pudiera decirse antihumano, por gravar precisamente los artículos necesarios para la vida, y no reúne ni una sola de las condiciones esenciales de todo impuesto, dando lugar a una injusta distribución de las cuotas, pues grava más a los pobres que a los ricos." Proudhon lo calificó de homicida, y más antes, Juan Jacobo Rousseau y otros filósofos y economistas de la escuela clásica, cuyas ideas nadie tacharía de radicales, lo condenaron también. Oigamos lo que dice al respecto Rousseau: "El pobre que solo gasta en lo indispensable, es decir, en los artículos cuyo consumo está gravado, tiene que convertir en impuesto la mayor parte de su haber, mientras que para el rico lo que gasta en pan, sal, etc., en los artículos que son objeto de imposición, representa una parte pequeñísima de su fortuna". Hace casi dos años nos tocó decir estas mismas cosas contra este renglón de nuestro sistema tributario y predijimos también lo siguiente: Hoy, decíamos, con la harina desvalorizada en Estados Unidos, ese impuesto nos parece soportable, especialmente sobre las calidades inferiores que se importan, en cuanto el bushel de trigo deje de valer allá ochenta centavos oro veremos irse el pan por las nubes y volverse un artículo de lujo, aun para muchos que ahora lo comemos. Entonces se verá si el maíz puede suplir, siquiera en parte, el valor nutritivo del trigo, y el aspecto de horrible injusticia que el gravamen entraña será evidente para todos. Ya no valdrá la excusa de la destinación caritativa de los dineros obtenidos en esa forma, la misma excusa en sustancia de la filantropía del famoso don Juan de Robres. El alza de los precios en Estados Unidos y la elevación del cambio en Costa Rica sacaron verídica aquella predicción: el bulto de harina que valía allá treinticinco colones vale ahora setentidós. Las gentes pobres de los campos, y no solo de los campos, sino hasta de las ciudades, no pueden comer pan. El pan para ellas será pronto una simple figura retórica, pues únicamente podrán verlo haciéndole compañía a la paz y a la libertad en la frase histórica con que nuestro don Ricardo terminó uno de sus anteriores mensajes: paz, pan y libertad.


De estos tres dones que el grande hombre decía haber dado al pueblo en sus anteriores administraciones, en ésta sólo le queda realmente la paz, aunque no tan blanca y pura como la describe el himno, pues el pan voló al cielo, y la libertad está tan renca y tan maltrecha, después de promulgada la ley Gurdián, del rechazo de Alberti y de los permisos negados para manifestaciones anti-imperialistas, que pronto tendremos que enterrarla. Pero no hay miedo, nuestro pueblo se contentará con la paz y con su dieta de tortilla y agua dulce, mientras el Gran Lama que ocupa la Presidencia seguirá haciendo frases y reportajes y aspirando a bocanadas el incienso que los acólitos a sueldo le queman en derechura de sus narices. ¿A santo de qué ha de interesarse él en que el pueblo coma pan bueno y barato? ¿Acaso vale la pena que él pierda su serenidad de Buda porque el pueblo degenere debido a una alimentación insuficiente? Lo importante es que haya bastantes individuos que paguemos, queramos o no, las contribuciones fiscales, aunque algunas de estas sean "verdaderos tributos sobre los huesos y los músculos del pueblo". Tampoco hay riesgo de que los señores congresales, ni siquiera porque ahora estamos en vísperas de elecciones, se sientan obligados a hacer algo por abolir o rebajar el impuesto de la harina. A la mano tienen la excusa: es mejor que aguardemos con paciencia la instalación del nuevo Gobierno. En el entretanto al pueblo se le alimentará con hojas sueltas, con discursos chirles, con insultos y calumnias. Eso es todo cuanto los Padres de la Patria pueden ofrecerle a sus electores.


Tal es la situación en esta Costa Rica nuestra, o tal vez más bien, de una docena de riquillos o ricachos, ya sea que se les mire el tamaño de sus fortunas con o sin el sentido de la relatividad, riquillos o ricachos que han venido mandándola desde hace tiempo por procuración a través de nuestros llamados hombres de Estado. Riquillos será mejor llamarlos, pues que, bien mirado, su mediocridad no admite aumentativos ni siquiera con la connotación de desprecio. En todo ha sido en verdad mediocre esta nuestra aristocracia terrateniente. Ni aun el interés egoísta que la domina ha podido moverla a hacer cosas grandes, a emprender en nuevos comercios o explotaciones, a salir de la rutina, a renovar los métodos por demás conservadores del único cultivo que ha tentado su codicia; mediocre en lo que respecta a sacar riqueza de la tierra; mediocre, irremisiblemente mediocre en todo, menos en lo de estrujar al pequeño productor y en hambrear al infeliz peón. No les habléis a estos señores de la nobleza territorial criolla de abrir nuevas zonas al trabajo e incorporarlas al organismo económico de la nación. Ellos no querrán otras, que están demasiados contentos de sus bonitas haciendas de la Meseta Central, a la oreja de San José, con todas las comodidades urbanas y con todas las facilidades de una carretera automovilística, hecha expresamente a la mira de beneficiarlos para pensar en la aventura romántica de desarrollar riqueza en regiones desprovistas de confort y de comunicaciones fáciles. En esto también ha degenerado de su antiguo tipo el hacendado costarricense. Ya no hay hombres como aquellos Bonillas, Peraltas, Guzmanes, Aguilares y Jiménez de antaño que fueron a colonizar Turrialba y Tucurrique en lucha abierta con la montaña, las enfermedades y el clima; hombres, dije, y mujeres habría debido decir también, mujeres como una doña Ramona Jiménez que rayando el día montaba aquí a caballo para descabalgar oscureciendo en Pejivalle. Ya no se ven un Manuel Bedoya, cuya pasión de trabajo le llevó a fundar la que es hoy hermosa finca del Guayabo; un don Chico Fuentes que hizo a expensas suyas un camino para habilitar en provecho de otros, regiones feracísimas; ni un Dolores Gutiérrez, a quien nosotros todavía alcanzamos a ver ya viejo, pero aún activo y lleno de fibra, montado, no en cómodo automóvil, sino en fatigosa cabalgadura, camino de su hacienda de Orosi; y por qué no decirlo, un Carlos Sancho, autor de nuestros días, el cual, casi al cabo de su vida, fue a tentar fortuna en las remotidades de Chitaría y a establecer allá la primera finca y el primer beneficio de café de ese lugar. Allí han ido luego también otros, pero que no son por cierto renuevos de la estirpe cafetaleras, sino comerciantes colombianos o sirios a quienes la ocupación sedentaria no les había matado el espíritu de empresa.


Al señorío de la Meseta Central no le tienta el oficio de pioneer ni le ha urgido nunca el deseo de extender sus propiedades de la altiplanicie privilegiada, a menos que se presentaran gangas especiales. ¿A qué comprar tierra a precios de bonanza? Mejor negocio era seguir comprándole barato al productor feudatario el café para venderlo luego en Londres con un buen margen de ganancia, y aguardar un poco a que la propiedad se desinflara para así adquirir por nada título de propiedad sobre el cafetalito que el cliente había cultivado y administrado todo el tiempo por él y para él. Esa es la clase de negocios que tienta y satisface a nuestros barones de la tierra. Que dure un tiempo más esta crisis y habrá desaparecido en Costa Rica la pequeña propiedad y los propietarios lugareños que antes constituían la base de nuestra economía habrán quedado confundidos para siempre en la gran masa jornalera. El desarrollo del latifundio es tal que el mismo Presidente Jiménez ha tenido que confesar su existencia cuando habló del Condado Lindo de Juan Viñas, con lo cual pareciera don Ricardo haber reconocido hasta la absorción de su ilustre nombre operada por el acaparador extranjero. Ya, después de esto, aquello no se llamará más Cantón Jiménez.


Antes de ser reformado el Control, la emisión fue por mucho tiempo el sueño dorado de los cafetaleros. Sus personeros en la prensa publicaron numerosos y largos artículos para probarnos su necesidad y los maravillosos efectos que tendría en el resurgimiento agrícola. El Gobierno no quiso al fin correr la aventura, tal vez porque parecía demasiado evidente el interés de los exportadores de café y el perjuicio que se derivaría de la emisión para el consumidor. Pero la medida tuvo más ambiente en las alturas de lo que haría suponer su muerte ignominiosa a manos del mismo Ministro de Hacienda que la vio nacer en los conciliábulos congresiles y que la apadrinó en el Congreso, aunque fríamente y en sepulcral silencio.


La codicia cafetalera que intentaba engendrarla, en desgraciado contubernio con el Ejecutivo quedó luego satisfecha en otra forma. La reforma a la ley de control elevó automáticamente el cambio que era cuanto los cafetaleros deseaban, mas los jornales, a pesar de la ridícula estipulación del salario mínimo, quedaron al mismo nivel, si no más bajo de antes. En cuanto a los sueldos de empleados y salarios de obreros, ni siquiera se ha pensado en mejorarlos. Todo lo que importaba era hacerles el caldo gordo a los cafetaleros, y conseguido eso, el Presidente ha vuelto a su ocupación favorita: el comentario periodístico sobre la inmoralidad de las apuestas políticas, su absoluta neutralidad en la contienda electoral, el dolor que experimenta cada vez que para mantener el fiel de la balanza se ve obligado a destituir a un guarda, dolor inmenso solo comparable al que le produce la ingratitud de sus amigos renuentes a aprobar el contrato del atún, en fin, toda suerte de tópicos interesantísimos para los costarricenses, a quienes, como dijo Manuel Mora, no nos sobra el pan, pero tampoco nos hace falta el circo. Y menos ahora que nunca, que a más de los reportajes presidenciales con que sabrosamente se entretienen las gentes de las ciudades, la política ha plantado también sus tiendas en los campos para diversión de la murria campesina. Diversión nada más, ya que un pueblo desnutrido, expuesto, a causa de su mala alimentación, de sus viviendas antihigiénicas y de la falta de calzado a serias enfermedades; inculto, pues no es posible creer que sea educarlo enseñarle, como dijimos antes, cuando mucho a medio leer y escribir, si después a esa capacidad por lo general puramente mecánica no se le da empleo con lectura adecuada a fin de ir desarrollando en él poco a poco la inteligencia y el gusto de las cosas que constituyen la verdadera educación; un pueblo así, --atrasado, rutinario, sumido en la oscuridad de supersticiones y prejuicios a quien el Gobierno ofrece, como único derivativo de su miseria, el alcohol,-- no puede, por más que se diga formarse opinión de nada ni tener ningún interés serio en lo que pasa fuera del restringidísimo radio en que se desarrolla, o mejor dicho, se atrofia su existencia.


¿Qué interés de verdad puede alentar la masa campesina por las cosas de un régimen social que la tiene reducida a la pobreza e ignorancia? ¿Qué van a importarle a ella los enredos políticos y las bullas en que anda metida la gente de los centros urbanos? ¿Cómo habrán de interesarse en lo más mínimo por la lucha que se libra cada cuatro años alrededor del puesto, del contrato, y de la prebenda en las ciudades? ¿Acaso su experiencia no le dice que de esa lucha nunca ha sacado ni sacará jamás algo en su provecho? Mucho hace, al contrario, con tolerar que le vengan los propagandistas a hablar de política en el Club del partido o en la plaza del pueblo. A buen seguro que si no viviera tan falta de diversión como vive, el espectáculo de la propaganda no lograría entretenerla y echaría a palos, convencida como está del engaño y la falacia de la farsa electoral, a estos vociferadores políticos de un patriotismo intermitente-bilioso, pues que solo lo sienten a fecha fija, con intervalos de tres años, en tanto que andan devengando sueldo por decir discursos tan llenos de viento como faltos de sustancia, o por hacer prosélitos y merecimientos con el candidato a efecto de asegurarse, una vez obtenido el triunfo, un hueso que roer. Como nosotros, la gente campesina los ve después que pasa la campaña a recaer en un silencio tan profundo como gritona, gesticulante, aguardentosa, y ruin era su garrulería en los días que ellos llaman de lucha, y ha de reírse con desdén recordando la estridencia patriotera de sus arengas, de acento tanto más grandilocuente cuanto mayor era la oquedad de su argumentación. Nuestro campesino no tendrá letras, pero es de natural taimado y advierte por instinto el aspecto ridículo de la postura enfática y de la palabra altisonante, en abierto contraste con el objetivo egoísta, de quienes se desgañitaban antes hablándole de patria, libertad, ayuda a la agricultura y otras zarandajas por el estilo, y luego no chistan ni se mueven desde el rincón de la oficina pública a donde lograron aportar. A nosotros esto en cambio nos causa francamente disgusto. Nos sofoca sobre todo saber que el mediquito o el señoritingo recién graduado de leyes, que suele atronarnos ahora por la radio con voz enardecida en el calor de la defensa de las instituciones y el orden, estará pronto calladito en cuanto consiga prenderse tal es el término vernáculo para el caso, de la ubre nacional y apenas si le oiremos de nuevo cuando deglute la leche deliciosa. El campesino, más filósofo, contempla la comedia eleccionaria con ojos sonreídos de malicia. Comprende que en tal cosa a él no se le toma en cuenta más que a efecto de sacarle el voto, y que, conseguido esto, los políticos se acuerdan tanto de que existe como nosotros de la lista de faraones egipcios aprendida en el colegio.


El campesino sabe efectivamente que las cosas no se hacen en atención a su comodidad y a su provecho, que los caminos se hacen, cuando se hacen, si el interés de los grandes así lo dispone, que el puente se coloca sobre el río no para que él pueda cruzar éste a pie enjuto y sin peligro, sino porque hay necesidad de darle acceso fácil al finquero poderoso. Esto cree él y esto creemos nosotros también y quien lo dude o quiera atribuirlo a demagogia, contéstenos:


¿Por qué se hicieron las carreteras de la Meseta Central que pudiéramos llamar de lujo, no solo por su costosa fabricación sino porque, construidas casi en todo su trayecto a la orilla del ferrocarril, no respondían a una necesidad real y urgente? ¿Por qué está ya al terminarse la del Sanatorio Durán, cuando el camino que había, por lo menos hasta Cot, era bastante cómodo y perfectamente practicable? ¿Por qué no se ha hecho todavía ni una mala trocha a Santa María y al General? ¿Por qué cantones de gente trabajadores, como Puriscal y Tarrazú, y regiones de buena tierra como San Carlos, están aún prácticamente desconectados del centro de la República? Porque ni los colonos valientes de San Carlos, de Santa María o El General, ni los pequeños arrendatarios de Puriscal están preocupándole gran cosa al Gobierno, ni pueden suscribir tampoco bonos para que este les haga caminos a cuenta del país y les pague además buen interés sobre sus préstamos.


En pasados tiempos de abundan
cia se hicieron ciertamente cañerías al por mayor, pero en esta época de crisis se dejan de hacer hasta las más indispensables y requeteprometidas como la del distrito del Carmen de Cartago, a pretexto de que no hay fondos, aun cuando se siga malgastando en otras cosas.


Cierto es también que los gobiernos han mantenido y hasta aumentado el presupuesto de Salubridad Pública desde que fue creada esta cartera. Las estadísticas de muertes, sin embargo, trepan a la par de los gastos, de tal modo que en punto a mortalidad, sobre todo infantil, ocupa Costa Rica uno de los primeros puestos entre los países civilizados. Datos de un informe del Patronato Nacional de la Infancia arrojan así mismo un enorme porcentaje de personas que mueren sin auxilio médico, a pesar de que el Estado paga numerosas plazas de médicos de pueblo. Esto a nadie debe sorprender en un país donde hasta ese mismo Patronato no escapa del contagio nefando del burocratismo y destina a sueldos, --no por cierto muy modestos,-- gran parte del dinero que debía gastarse en socorrer a los niños pobres, y donde hasta las mandas de caridad sobre las herencias que ordena una ley, --dada en tiempo de don Alfredo González, mantenida casi por milagro contra la oposición de nuestros ricos y no pocas veces burlada por ellos--, tampoco logran librarse de la angurria de los abogados que intervienen en las murtuales a nombre, ¡oh sarcasmo!, de las Juntas de Caridad.


Patronatos, Juntas de Caridad, todo degenera entre nosotros en mafias que no difieren en nada de las de los Bancos de Estado. Se imponen gravámenes al pueblo con miras al parecer altruistas. En el fondo, con la idea de repartirse unos cuantos el dinero. Ahora mismo acaba de imponerse uno sobre el guaro a fin, según se dijo, de distribuir más leche a la infancia desvalida. ¿Y qué ocurre? Pues que la leche se evapora, aunque venga en polvo, y el impuesto solo sirve para poder nombrar empleados que no son indispensables ni están tampoco tan necesitados de ayuda como los niños. En Cartago, por ejemplo, hay no sabemos cuántas personas que devengan sueldos, algunos hasta de ciento cincuenta colones, por aparentar hacer el trabajo que una sola cocinera hace en realidad: repartir a la chiquillería raciones de arroz y de frijoles, y se habla todavía de pagar más empleadas que indaguen las necesidades de la gente pobre, lo que hasta aquí habían venido haciendo gratis por puro espíritu cristiano, las señoras vicentinas; y aún más, se ha pensado en estos días instalar esa cocina de chiquillos hambrientos en casas de costoso alquiler y hasta en comprar una, a todas luces inconveniente, únicamente para hacerle el negocio a su dueño.


Tal es nuestra beneficencia pública: un organismo sostenido por el pueblo y administrado por individuos de las clases superiores en beneficio propio. Con decir que ni aun en presencia de la apuradísima situación por que atraviesan los hospitales, donde no hay ya lugar ni medios para atender tantos enfermos, ningún gobierno ha querido intentar ni el más tímido recorte de los honorarios que cobran los representantes legales de las Juntas de Caridad en los juicios sucesorios (un diez por ciento nada menos), honorarios excesivos si se atiende al trabajo que representan, y reprobables si se considera el daño que causan, quedaría dicho todo.


Pero hay más, y ya que hablamos de abogados, tal vez venga al caso decir algo sobre la justicia en relación con la gente desvalida, que también en esto priva el interés de los de arriba sobre el interés de los de abajo. Ya en una ocasión dijimos cómo son de largas y tortuosas las incidencias de la vía legal y cuánto tiempo y dinero tienen que gastar para defender sus derechos los pobres que la trajinan, a causa de un procedimiento especialmente hecho con ese fin. El agua que mana de nuestros tribunales es bien escasa, y no siempre limpia, de suerte que cuando llega al cabo a los labios sedientos del litigante, ha sido casi toda absorbida por el abogado y el fisco. Y para que se vea que no exageramos, vamos a dejarle la palabra a persona mejor enterada de esas cosas que nosotros. Oigamos lo que don Víctor Guardia decía no hace mucho: "Se dan cuenta los costarricenses de que su justicia penal -sin salvedad-es rentringida y de clase, desde que nunca se aplica fuera del gremio campesino u obrero; jamás a los pillos de influencias sociales. Pero lo que no saben bien es que la justicia civil, cuando se ejercita contra los pudientes, anda coja, si es que anda".


Volvamos al campesino. No obstante que ya nos referimos antes a la parte que le toca en eso que aquí llamamos educación nacional, quisiéramos agregar algo. A nuestro concho siempre le complace que su pueblo tenga una iglesita, una escuela y una plaza, en esta escala de interés, aunque a decir verdad, no profese generalmente mucha fe en el bien que la escuela puede hacerle a su hijo, por las razones que apuntamos antes al hablar de la deficiencia de la enseñanza rural, y por lo pronto que el niño, llamado de la necesidad desde muy temprano a ayudar al padre en el cerquillo propio o en el cafetal ajeno, olvida lo poco que aprendió, y tenga al contrario una vaga sospecha de que la escuela no se abre tanto con el objeto de realizar una verdadera obra educativa como de dar plaza al maestrito o la maestrita que le puso sitio al Inspector, al Jefe Técnico, al Ministro del ramo y hasta al Presidente de la República, en demanda de un enganche en el campo para mientras pueda hallar otro en la ciudad o en la villa.


A veces ni siquiera puede el campesino mandar su hijo a la escuela, ya sea porque lo necesita en el trabajo, o ya porque el chico carece de ropa o está enfermo de anquilostoma o de malaria, o simplemente de hambre; pero así y todo le gusta saber que a un lado de la plaza de su pueblo se levanta la casa de escuela, aunque adentro la vida escolar languidezca lamentable, y del otro la iglesia, aunque por lo general la vea cerrada e indiferente a sus congojas.


Tampoco abriga nuestro concho esperanza de que en ningún sentido mejore su existencia. Quizá no esté al tanto de la carrera ascensional de los cambios, porque no lee periódicos ni siquiera sabe de esto, mas si nota que la manteca con que cocina sus frijoles y la manta con que cubre su cuerpo suben cada vez más arriba de donde alcanzan sus jornales. Del pan ya dijimos que no hay ni para qué hablar. Dígasenos si el concho que ve coger a los políticos sabroso acomodo en el regazo del Estado mientras él sigue bajo el sol y la lluvia haciendo hoyos en los cafetales por un colón cincuenta al día, para luego recogerse en una casucha de piso de tierra y de techo que si llueve, verdadera pocilga, donde el humo escuece los ojos, el olor ofende las narices, y donde la escasez y la incomodidad han hecho su asiento, puede tomar en cuenta la mascarada electorera.


No. Al campesinado no es posible que le importen un pito nuestras reyertas electorales. Salvo contadas excepciones, los pueblos no logran interesarse de verdad en un juego de apetitos que concierne solamente a los hombres de las ciudades, una especie de tómbola o agencia de empleos y granjerías, que es a lo que se reduce nuestra política. En los campos, quienes suelen tomarse algún empeño por ella son los gamonales, porque están interesados en distribuirse con sus amigos las jefaturas políticas, las agencias de policía y demás empleos administrativos y mantener, mitad por vanidad, mitad por conveniencia, cierto predominio en la localidad. También alguno que otro campesino desarrolla a veces interés en la propaganda por complacer al abogado que le anduvo el negocito, o al médico que le salvó una vez la vida. Pero el resto, la gran masa jornalera, ve estas cosas con indiferencia y a menudo con desdén, no obstante lo cual el día de la elección los patrones logran fácilmente, ya por medio de amenazas de despido o ya por ofrecimiento de paga, llevarlos a votar por quien ellos desean; y eso es tan cierto, que los distritos donde hay fincas grandes se dan ganados de antemano para el candidato que cuenta con la adhesión de los dueños.


El gamonal y la autoridad del pueblo, que a veces son dos personas distintas, pero siempre una sola influencia verdadera, el doctor, el abogado y el patrón de la ciudad, el patrón sobre todo, son pues los únicos que pueden influir en los campesinos y determinar sus votos, pero como se ve ninguno lo hace en virtud de persuasiones y argumentos acerca de la ventaja de este sobre el otro candidato. Aquello es pura y simplemente una influencia personal ejercida por la sujeción del patrón sobre el jornalero, o del gamonal, que casi siempre da dinero al interés, sobre el deudor pobre, y en el mejor de los casos, por la gratitud a los servicios del médico o del licenciado que compromete al cliente.


Ni el periodista, ni el maestro de escuela del lugar, ni el orador que llega en comisión, tiene verdadero efecto sobre la masa, por la sencilla razón de que al periodista no lo leen, al maestro no lo entiende, y al orador no le creen. Los oradores de plaza pública han perdido el crédito, si es que alguna vez lo han tenido, hasta con las gentes del pueblo. No en vano les han escuchado tantas mentiras y sandeces. Oyéndolos ponderar los méritos y grandezas de su candidato y los errores y defectos del contrario, fácilmente se dan cuenta de que estos charlatanes no sienten ni creen una sola palabra de lo que dicen. Muchos de ellos son simples vividores, sin oficio ni beneficio, que encuentran en la política un medio de sacar dinero para tragos y una oportunidad para vagabundear por pueblos y ciudades, y que miran con dolor la hora de concluir la contienda, pues, si para entonces no han conseguido algún hueso, han de volver a su primitivo estado de parásitos molestos y cazadores de pesetas. Los partidos, sin embargo, insisten en movilizar tales elementos de propaganda no porque realmente logren estos peroradores de aire caliente convencer a nadie, sino porque sirven para divertir a cuantos papanatas concurren a las reuniones políticas. Desempeñan la misma función que desempeñaban las victrolas (sic) en las cantinas antes del advenimiento del radio: hacen bulla y congregan a la gente. Y los políticos, a sabiendas de que con ello contribuyen más a la estultificación del pueblo en vez de ayudar a su mejoramiento, pagan a estos saltimbanquis para que vayan vociferando por todas partes inepcias, falsedades y calumnias. Y no contentos con enviar tales mensajeros de cultura de la ciudad al campo, los políticos llevan todavía más lejos su obra de corrupción del pueblo. Contratan en cada lugar individuos de la clase campesina para propagandistas a sueldo encargados de distribuir entre los vecinos y de leerles a quienes no saben leer una balumba enorme de hojas sueltas estúpidas, como si los discursos no fueran ya bastante a confundirlos y dejarles, aun cuando les merezcan poco o ningún crédito, un sedimento de escepticismo, una sensación de caos, de cansancio y de disgusto, de cuyas resultas no sabrán luego distinguir entre el acento genuino del hombre sincero y la estridencia del farsante.


Dificultamos que haya en la farmacopea universal una droga que, como la política, esta política nuestra, entontezca tanto a los hombres, ni un tósigo que les envenene tan profundamente el alma. Cuando se piensa que en esto gastan los partidos miles y miles de colones que hacen falta para obras de verdadera utilidad, para construir caminos, para la higienización de los poblados, para la mejora de los colegios y las escuelas, para el desarrollo de la agricultura, el progreso del país y la salud del pueblo, y que al fin y al cabo somos los empleados públicos los que hemos de pagar la cuenta de tantas idas y venidas, de tantas vueltas y revueltas en que andan ahora los politiqueros grandes y chicos, de tanto discurso tonto, de tanta hoja suelta mentirosa, de tanta palabra vana, torpe y ruin, dan ganas de llorar, o quizá más bien de maldecir a esta horrible Celestina de la política, maestra de embustes y necedades, y causa de males tan grandes como pequeño son, si miramos al fondo de las cosas sus resultados prácticos. Porque vamos a ver: ¿acaso ignora nadie que esta costosa y ruin comedia no es más, a pesar de sus apariencias democráticas, que un camouflage de la oligarquía egoísta que domina a Costa Rica desde hace mucho tiempo? ¿Acaso no sabemos todos que el factor determinante en las elecciones es el dinero y la impatía más o menos franca del Gobierno? ¿Puede alguien, sin estar loco o interesado en mentir, hablar aquí de opinión pública? En países como el nuestro tal opinión no está organizada, y es dudoso que siquiera exista, de suerte que la única forma política de política es el caciquismo. Al campesino le compra o extorsiona el voto, cuando no el patrón, el cacique de su pueblo, éste se lo vende a cambio de algo, un nombramiento o una promesa de influencia, al cacique de la ciudad; y el cacique de la ciudad lo negocia a su vez, por una curul en el Congreso o un sillón ministerial con los políticos de San José, caciques también de la República. En otras partes los partidos se forman de individuos que suscriben una doctrina política determinada. Aquí se ha dicho que los promotores de las agrupaciones políticas son fulanistas que deciden su adhesión a este o al otro candidato en un plano de simpatías y diferencias personales. No hay tal. No son ni siquiera fulanistas. A ellos lo mismo les da irse con el amigo que con el enemigo a quien la víspera combatían e injuriaban. Lo único que les importa es triunfar y coger mando o prebenda. ¿Quién piensa entre nosotros, si exceptuamos a los comunistas rebeldes, en principios doctrinarios ni en métodos de gobierno, cuando ni los mismos candidatos se sienten obligados a formular, aunque sea a la ligera y de broma, un programa, y se contentan con enunciar generalidades económicas y sociales en sus ramplones discursitos, mientras al pueblo se le encarece la vida a fuerza de impuestos y alzas de cambio? Los jefes de partido piensan que con aquello y con decir el nombre de la agrupación y los colores de la bandera basta y sobra. Si acaso, como ahora, hablan de buscarles trabajo a los desocupados y de ver de aliviar la condición de los trabajadores, lo hacen en términos tan vagos y en un tono tal de graciosa condescendencia, que tales ofrecimientos mal pueden satisfacer a quienes aquí se han atrevido a sustentar sus demandas de trabajo y mejoras de salario sobre una base de justicia y no sobre consideraciones de carácter benéfico, especialmente si a la oferta vaga y misericordiosa se sigue la amenaza de una acción represiva del incipiente disgusto popular, que es en definitiva lo único que se perfila con alguna claridad en la presente campaña: la política de mano fuerte en contraste con la política de mano suave, ambas sin embargo, al servicio del sentimiento egoísta de una clase empeñada en mantener el cuadro social de principios del siglo pasado en que como ya apuntaba Tocqueville, "el patrón no pide al trabajador más que su trabajo, y el trabajador no espera del patrón más que su jornal", con la agravante de que aquí el patrón también le pide el voto al trabajador y el salario que le paga es las más veces insuficiente para las necesidades de su vida. Esta es la preocupación única de nuestros políticos en lo que se refiere al país. Todo lo demás es cuento. Cuento la libertad, cuento la democracia, cuento la renovación , que aquí tan conservadores resultan en el fondo los que hablan de renovación sin decir qué van a renovar, como los que ofrecen mantener las tradiciones sin decir tampoco cuáles tradiciones, pues las conocidas de nosotros son el desorden, el peculado, la trapisonda y la incapacidad de realizar el bien común. La sola diferencia que existe entre estos empíricos doctores de la economía nacional estriba en que los unos proponen por todo remedio a la necesidad del pueblo la opiata, y los otros el aceite de ricino, aunque ambos coincidan desde luego en la defensa del orden. Sí, el orden es otra de sus cantadas favoritas, y el pretexto socorrido para condenar cualquier intento de justiciera evolución. A nuestro juicio el orden no puede ser más que la equidad, y así como sería absurdo esperar que tenga salud un individuo cuyos órganos andan mal, es también absurdo que haya orden verdadero dentro de una sociedad, cuyo mecanismo funcional está desarreglado y produce a cada paso fricciones cada vez más graves. El orden, que es la salud del cuerpo social, difícilmente existe donde no hay armonía y la armonía a su vez tampoco pueda haberla sin que haya antes justicia. No obstante lo dicho, aquí no se ve por el momento riesgos de grandes trastornos, y los políticos lo saben. Hasta aquellos que manifiestan tendencias represivas comprenden que la represión huelga cuando sobra la paciencia, o es inútil cuando el descontento surge de veras, y piensan que en nuestro caso no necesitarán probablemente echar mano a la violencia para acallar la protesta y para acabar de convencer a quienes ya no lo estuvieran de que el Estado, como andan gritando los comunistas, es un aparato de fuerza al servicio de una clase. A fin de cuentas el Comunismo no habrá servido por lo pronto más que para asustar a unos cuantos señores y señoras nerviosos incapaces de acostarse sin antes registrar debajo de la cama por si hay allí un comunista escondido, y para decidirlos a ofrecer dinero al candidato que les ha prometido la exterminación del peligro bolchevique.


Porque el dinero sí que lo necesitan los candidatos, y su obtención constituye el trabajo más serio de las organizaciones políticas. Para ello hay que tocar muchas puertas y ofrecer seguridades a nuestros capitalistas que, como se sabe, no gustan de inversiones arriesgadas y quieren ir a la segura y recobrar luego su plata con todo e intereses. Estas seguridades, obtenidas después de un periodo de intenso brujuleo, consiste en asegurarles por dónde va la simpatía del Presidente. Si el favor oficial se ve claro, los capitalistas aflojan la bolsa, y el partido o la partida está ya organizada para el asalto del Poder y el reparto del presupuesto. Tal parece más bien la formación de una sociedad por acciones en que los dividendos están graduados en una escala muy extensa que va desde la pequeña ganga para el caciquito lugareño, pasando por las Secretarías de Estado, las curules congresiles, la contrata de guaro o de alimentación de presos para los politiqueros de alguna cuantía, hasta el mantenimiento del cambio, del sistema rentístico y de todos los demás desafueros de nuestro régimen liberal.


Como quiera que el funcionamiento de los partidos se hace a base de dinero, con exclusión de ideas y de principios, los que facilitan ese elemento indispensable a nuestras propagandas electorales son tanto o más que los propios candidatos quienes en definitiva hacen las promesas y conceden las granjerías y dignidades de la República. Así, por ejemplo, en Cartago sabe todo el mundo cómo en las elecciones de hace cuatro años un ricacho de la localidad impuso el nombre de un su amigo y doctor en la papeleta de diputados al Congreso.


Al pueblo no se le da ningún chance de escoger ni a sus presidentes ni a sus representantes. Cierto es que él tampoco lo exige. El candidato sale de los conciliábulos plutocráticos de la Capital, y los diputados surgen despúes de las imposiciones del dinero. Esto es lo que algunos cándidos llaman a boca llena sufragio directo y lo que constituye el orgullo del actual mandatario quien sí debería estar enterado por su larga experiencia en estas andanzas y cuchubales, de que aquí el pueblo elige al parecer a sus gobernantes y diputados, pero no escoge a los candidatos para tales posiciones.


Más que en ninguna parte del mundo, en Costa Rica viene muy a pelo lo que a este respecto dice Madariaga: "Toda elección es elección de segundo grado, si bien el sufragio directo invierte el orden de las elecciones comenzando por la elección restringida y poniendo después la ratificación por la masa". Sin embargo, en países donde hay alguna opinión pública, aunque ésta no haga directamente el escogimiento de sus representantes, exige para votarlos que reúnan ciertas cualidades indispensables de talento y probidad. Los costarricenses en cambio no somos nada exigentes en ese particular, y así contemplamos sin disgusto que los Congresos se llenen de notabilidades de villa, de charlatanes y de pícaros de ciudad, que no tienen una vez allí otra preocupación y otra idea que la de ser reelectos.


Nuestro sistema antiguo de elecciones no era seguramente bueno, pero con todos sus defectos creemos que, de no cambiar rumbo la dirección de nuestra política, quizá fuera preferible a éste. Antes como ahora el pueblo iba siempre a rastras de la clase dirigente. El pueblo elegía solo electores; estos eran por lo general gamonales, es decir, hombres conocidos suyos que, si no tenían entonces, como tampoco tienen hoy, gran sentido político, al menos mostraban un criterio moral, un temple de hombres de trabajo y un tono austero de costumbres tal que hace suponer no se avinieran tan fácilmente, como se aviene ahora la masa a elegir de Padres de la Patria a un borrachín, a un petardista o a un simple vividor.


La trayectoria era distinta, aunque el resultado en cuanto al interés del Gobierno y de la clase adinerada igual, pero el procedimiento no hay duda de que resultaba menos caro y menos ocasionado a prácticas corruptoras de la gente y al relajamiento de la conciencia pública que se ha acostumbrado a ver sin sobre salto el soborno, el oportunismo y la traición . En aquella época una campaña de Presidente (la de Esquivel en Cartago, por ejemplo ) costaba mucho menos de lo que cuesta en estos tiempos una elección de un solo diputado a medio periodo. Y esto es tal que hoy día quien pretenda una diputación y no disponga de ocho o diez mil colones con que engordar la caja del partido, o a falta de esto, de la protección de un rico, está soñando en lo imposible.


Cuando se piensa en tales cosas y en que las Presidencias de don Cleto y don Ricardo han costado alrededor de un medio millón cada una, sin que sus resultados justifiquen ni por mucho precio tan subido, cuando se contempla este desmoralizante espectáculo del pueblo y los políticos vendiéndose al mejor postor, da ganas de volver a aquellas ollas de Egipto . Pues que un pueblo que tiene en nada el voto y lo vende a cambio de una paga miserable y unos políticos que toman la política como expediente para vivir sin trabajar, no constituyen por cierto un espectáculo muy edificante.


Tal es en síntesis, ni punto más ni punto menos, la verdad de nuestra famosa democracia.

FIN

 

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