La
torre de los encantos
Los pobres de la tierra.org
Mulita Mayor, 1949
La Virgen, la del Carmen, tiene su iglesia enfrente de la plazoleta en donde jugábamos todas las tardes.
La Virgen en su altar de oro, el Niño, anidado en sus brazos; a sus pies brillaba plata la media luna, resplandecía chispas su corona de estrellas en torno a la cabeza.
Si la Virgen tenía su Niño, la iglesia tenía su torre, también con luna y con estrellas.
La torre cantaba o lloraba con los repiques o con los dobles de tres campanas. La torre se cubría con una cúpula negruzca y la cúpula llevaba un moñito; sobre el moñito, conjurando desgracias y tormentas, una cruz de fierro.
En los bordes salientes de la cúpula y en las vigas de donde pendían las campanas y en los huecos de las paredes, vivían con sus nidos y con sus pichoncitos miles de golondrinas voladoras, libres, felices.
Todo lo que he dicho de la torre lo veía yo desde abajo, desde la plazoleta verde que nos servía para jugar al quedó, a la Mulita Mayor, o al San Miguel dame tus almas. Por cierto que la torre daba las horas con su reloj descompuesto; las daba regaladas, sm cobrar a nadie por que las oyera o las contara. Y a caballo regalado...
¡Qué ganas las mías de subirme a la torre! Dichoso el señor sacristán viejito y calvo, don Balbino, que tenía llave para subir a la torre, pisando unas tras otras las gradas de la escalerilla de caracol que desembocaba en la cúpula. ¡Dichoso!
Desde allá arriba ¿cómo se vería la placita? Qué lindo poder asomarse a mirar la golondrina echada, quieta, en su nido de pajitas de zacate, recogidas una a una, por su pico. Y, sobre todo, subir a tocar las campanas: glin, glan.
Eran las seis de la tarde ya dadas. Todavía el ángel que anunció a María volaba por entre los últimos telones dorados de la caída del sol.
Me quedé, ingrimo, en el atrio de la iglesia viendo hacia arriba. Torre tan altísima. A sus pies, yo, un Pulgarcillo a la par del Gigante. ¡Qué torre tan, de veras, altísima!
En eso llegó trotando la Mulita Mayor, muy parecida, por cierto, a la mulita del Señor del Triunfo.
—Mulita Mayor —le digo. Y ella respondió:
—¿Qué manda el Rey Señor? Yo, sin ser el Rey Señor, le contesto:
—Que si me quiere llevar a caballo.
—Cómo no —dijo la Mulita Mayor —aunque yo no soy caballo, sino sólo mulita.
Me monté en su lomo blando, más blando que la gruesa alfombra en que tía Benita Flores se arrodillaba en las naves de la iglesia.
¡Ah carambita! Ya montado pensé adonde iría.
—Para arriba, Fifiriche —dijo la Mulita —Te subiré a la torre. ¿No querías subir a ella?
No se movió de donde estaba parada. Sólo que las cuatro patas empezaron a alargarse y a alargarse; a crecer, como crecen las cañas de bambú, pero aprisa, aprisa, para arriba.
Pasé al lado de las ventanas de la iglesia; subí más, bien agarrado a las crines del cuello ¡qué miedo! Y, al fin, estuve a la altura de una de las arqueadas ventanitas de la torre.
—Quieta —dije, porque me parecía que las cuatro patas de la Mulita Mayor iban a continuar alargándose... Y no. ¿Qué hubiera hecho yo si me encajaba hasta el puro moñito de la cúpula?
Me paré en la ventanilla de la torre, bien agarrado a su baranda. Encima de mi cabeza se quedó mirándome, muy serio, el badajo de una de las campanas.
Miré hacia abajo: ¡ay, Dios mío! La Mulita había desaparecido en la sombra, o era una sombra que se metía en la sombra de la calle oscura... allá, abajo...
No tuve gusto para ponerme a ver desde la altura todo lo que deseaba ver a los pies de la torre; tenía que volver a casa, estar puntualmente, según la costumbre, para el rezo del Santo Rosario. ¿Y cómo bajar ahora?
Por dentro de la torre era sólo oscuridad. Y me voy acordando que en las naves del templo, solitarias, a las ocho de la noche, las enlutadas Ánimas Benditas del Purgatorio venían todas juntas a rezar, puestas las manos al cielo, las manos de hueso amarillo... ¿Y si a alguna se le ocurría subir a la torre?
Ron, ron. Se me erizó el pelo. ¿Qué es ese ron, ron? Era la cuerda del reloj encerrada en su gran caja de madera. ¡Por suerte!
¿Pero cómo me bajaba de aquí? Tal vez llamando a la Mulita Mayor... Y la llamé a grito pelado, y nada.
¿Si desde la torre me tiro a la plaza? —Dios libre, muchacho.
La voz salía de la cara del reloj. Me quedé fijo en ella. ¿Qué veía? La cara tenía ojos y boca y sonreía burlona. Horero y minutero, en ángulo, parecían caídos bigotes de chino.
De aquí a un ratito volvió a hablarme el reloj: —La abuela va a comenzar el rosario.
—Sí, señor, pero ¿qué quiere usted? ¿cómo me bajo de aquí sin la Mulita Mayor? Ella tuvo la culpa, la Mulita Ma... —le contesté gimoteando.
—A ver: si te sabes las horas que yo doy, te bajo de la torre, y si no, no.
—Trato hecho nunca deshecho. Sí que me las sé.
—Bueno... ¿A la una?
—Sale la luna.
—¿A las dos?
—Toma café ñor Marcelo Quirós.
—¿A las tres?
—Lleva al potrero las vacas Andrés.
—¿A las cuatro dadas?
—Doña Cipriana nos vende empanadas.
—¿A las cinco?
—El canario en la jaula da un brinco.
—¿A las seis?
—Sale a la ventana la niña Isabel.
—¿A las siete?
—El padrecito se quita el bonete.
—¿A las ocho?
—La niña Hermelinda hornea su bizcocho.
—¿A las nueve?
—Relampaguea todo el cielo, si llueve.
—¿A las diez?
—Doña Inés, con las patas al revés.
—¿A las once?
—Anda borrachito Paulinito Ponce.
—¿Y a las doce?
—Pantaleón, el sastre, cose que te cose, no saluda a nadie, ni a nadie conoce.
—Ganaste —dijo el reloj.
Y como trato hecho... al momento el reloj torció en cuerda larga la una con las dos y con las tres y con las cuatro y con las cinco y hasta con las doce. La ató por un extremo a la baranda de la ventana de la torre, y yo, ni lerdo ni perezoso, me agarré de la cuerda de las horas y me resbalé hacia abajo, como gota de agua a por hilo de telaraña, hasta que toqué el suelo con los pies. ¡Y voy viendo que estaba en el mismo lugar desde donde me había subido al lomo de la traicionera Mulita Mayor!
Salí a la pareja y llegué a casa. Por dicha que abuelita apenas estaba comenzando a seguir el rezo y ninguno notó que yo llegaba retrasado y más pálido que un muerto. Por dicha... Porque si no, ¿quién me iba a creer el cuento de que la Mulita Mayor me había encaramado a la torre de la iglesia del Carmen? ¿quién?
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