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Bananos y hombres

Carmen Lyra (María Isabel Carvajal)

Los pobres de la tierra.org

1931

 

I. Estefanía

II. Nochebuena

III. Niños

IV. Río arriba

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— I —

ESTEFANÍA

 

Pongo primero bananos que hombres porque en las fincas de banano, la fruta ocupa el primer lugar, o más bien el único. En realidad el hombre es una entidad que en esas regiones tiene un valor mínimo y no está en el segundo puesto, sino que va en la punta de la cola de los valores que allí se cuentan.

 

En la playa interminable y desierta que va desde la Barra del Tortuguero a la del Colorado, encontramos la cruz de madera tosca, pintada de negro en alguna ocasión, ya desteñida casi toda. A lo largo de los brazos, un nombre, y tal vez la primera letra del apellido dentro de poco completamente ilegible. Estefanía R... Quizá Rojas, quizá Ramírez o Ramos.

Muchas millas se habían recorrido sin encontrar nada que rompiera la monotonía del paisaje: mar y cielo a la derecha; la arena de la playa al frente y a la izquierda la vegetación de icacos, almendros y cocoteros. Caía la tarde dentro de aquella soledad inmensa. De pronto, la cruz negruzca enclavada en la arena, los brazos tendidos frente a la inmensidad azul. El mar la había llevado hasta allí.

Estefanía R...

¿Cómo habría sido la mujer que llevó este nombre ?

Y una fila de siluetas femeninas como las que uno encuentra por esas playas o en las fincas de banano, comenzó a desfilar por la imaginación: figuras pálidas, marchitas, tostadas por el sol, las fiebres y la sensualidad del hombre, amorales e inocentes como los animales. Hay una que se destaca sobre el friso doliente. ¿Se llamaría Estefanía? El nombre se ha borrado de la memoria. Un triángulo oscuro el rostro entre el alboroto del cabello negro; la esclerótica y los dientes muy blancos, los pies desnudos, fuertes y sarmentosos, los brazos muy largos.

¿Cómo llegó a las fincas de bananos de las vegas del Reventazón y del Parismina? La vida la trajo rodando desde el Guanacaste. Creo que en Santa Cruz, el juez que más tarde llegó a ser un honorable magistrado de la Corte de Justicia, le hizo un chiquillo cuando ella apenas entraba en la adolescencia. Por supuesto que después el estimable caballero ni se acordaba de la insignificante aventura. Ella dejó al hijo en la primera casa propicia y comenzó a rodar. Luego otro, ella ni recordaba bien el nombre, la dejó embarazada y siguió rodando, rodando... Nació una niña. Era como esos pedazos de palo que van en la corriente de los ríos. La vida la depositó con todo y chiquilla en una finca de bananos de la región del Atlántico. Y así siguió de finca en finca, hoy con uno, mañana con otro, si hasta con un chino dueño de un comisariato tuvo que ver la pobre, y la chiquilla siempre pegada de ella como un hongo de una rama desgajada.

En una ocasión se metió a vivir con un hondureño y se fue con él a una finca en donde sólo admitían hombres solos. Todos los peones del campamento eran nicaragüenses. La muchacha era la única mujer que allí había. Una noche se convinieron los nicaragüenses y asaltaron la casa del hondureño, para quitarle la mujer. Lo apuñalearon e hicieron lo que gana les dio con ella. No se sabe cómo no salieron de la chiquita que entonces tendría unos tres años. En la finca en donde la conocí de cocinera era fiel al hijo del dueño como un perro. El mozo era bello y amable y por él se habría dejado ella matar. Venía el muchacho cada mes a la hacienda a inspeccionar el estado de los cultivos y a la muchacha estas visitas la hacían tan dichosa como a una santa las de un ángel que bajara de los cielos. Por él aguantaba que el administrador de la finca en sus borracheras la pateara lo mismo que a su hija y a su perrillo; y por él, no permitía que se perdiera un cinco en el comisariato, ni que se extraviara un huevo, ni se llevaran un palo de leña. Entretanto en la ciudad, las ganancias de la finca servían para que el padre y el hijo fueran socios del Club Unión, para que la señora que tenía juanetes y callos no se bajara del automóvil y para que la hija se vistiera muy chic y fuera cada año a Europa y a los Estados Unidos y trajera unos vestidos y una ropa interior que dejaban envidia en el corazón de sus mejores amigas.

Varios años sirvió allí, pero cuando se puso muy mal del paludismo, nadie hizo nada por ella. Tuvo que coger a su hija y sus chuiquitas y venirse para el Hospital de San Juan de Dios. Quién sabe cómo haría con la muchachita... porque no creo que en el caritativo establecimiento la admitieran con todo y criatura. Y el buen mozo hijo del dueño de la finca ni siquiera se acordó en la ciudad de la pobre sirvienta enferma. En cuanto a la señora de los juanetes y su distinguida hija ignoraban hasta la existencia de aquella mujer que se desvelaba porque en la finca no se les perdiera ni un huevo, ni un cinco; desvelos que contribuían humildemente a pagar el automóvil, los viajes al extranjero y la fina ropa interior de la señorita.

La vi la última vez a su regreso del hospital, en uno de los trenes de los ramales que salen de Siquirres, en un carro lleno de negros que reían a carcajadas, de negras vestidas de colorines que chillaban como loras, de nicaragüenses de voz suave y de chinos. Siempre la niña pegada de ella, marchita ya como una persona vieja, y tan seria, que uno se preguntaba si la risa nunca habría jugado sobre sus labios. Daba congoja ver esta chiquilla cuyos ojos eran duros como guijarros y con una boca seca que hacían pensar en la tierra en donde nunca ha llovido. La madre venía vestida de celeste y la hija de amarillo, unas telas brillantes. ¿Por qué se habrían puesto estos trajes vistosos? Entre ellos la tristeza de su vida adquiría una doliente ridiculez.

¿Quién hubiera dicho que esa mujer apenas sí habría cumplido los veinticinco años ? Estaba tan flaca que parecía se estaba chupando los carrillos; en la piel de un negro verdoso, la esclerótica brillaba con un amarillento siniestro y en los pómulos, en las clavículas y en los codos, ya los huesos rompían el pellejo. Al hablar hacía una mueca que dejaba al descubierto las encías descoloridas de las cuales la debilidad había ido arrancando aquellos sus dientes tan blancos y tan bonitos, con la misma indiferencia con que una mano deshoja una margarita.

Al llegar al término descendió penosamente apoyada en su hija y se confundió entre el grupo de gente que esperaba la llegada del tren. De allí se fue a buscar acomodo con otros pasajeros en unos de los carros-plataformas tirados por mulas que corren sobre la red de líneas que surcan las fincas, y sirven para el transporte de la fruta. ¿A qué lugar se dirigía? Se sentó con su hijita entre un montón de sacos y cajones. Se veía que tenía dificultad para respirar. No es extraño que estuviera tuberculosa.

El mulero hizo restallar el látigo y la mula comenzó a trotar arrastrando tras sí el vehículo sobre los rieles. En el fondo del callejón por donde corría el tranvía temblaba la mancha viva formada por los trajes de la madre y de la hija, que se internaban de nuevo entre los bananales.

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¿De qué humilde cementerio de estos caseríos de la Línea, la avenida de un río o las olas del mar arrancaron la humilde cruz?

Estefanía R...

Una de las tantas mujeres que han pasado por las fincas de banano.

Tras de nosotros quedó la cruz sembrada en la arena, los brazos abiertos hacia la inmensidad del mar sobre el cual comenzaba a caer el crepúsculo.

Costa Rica. Mayo de 1931.

 



— II —

NOCHEBUENA

 

En las fincas de banano se le guardan más consideraciones a una mata de banano que a un peón.

 

Hace tres días llueve sin cesar. El nivel del Reventazón sube y sube. La víspera ha llegado a la finca la orden de corta: mil racimos, slight heavy full.

Todavía oscuro se han levantado los peones. En la lejanía el mugido de la barra del Parismina y en torno de los ranchos el rumor sordo del aguacero sobre los bananales. Se mueven los hombres a la luz de las lámparas y las sombras de sus cuerpos se agitan sobre el espacio iluminado, como jirones arrancados a la oscuridad desolada que los rodea.

Las mujeres se han levantado a preparar el desayuno. Los hombres se toman a prisa y en silencio su burra de arroz y de frijoles que bajan con café. Ya el agua del río comienza a lamer con taimada indiferencia el umbral de los ranchos.

Salen del caserío chapaleando agua y se internan entre la despiadada humedad de los bananales.

Una mañana lívida los sorprende en el corazón de las plantaciones, los cortadores con la larga chuza al hombro, los concheros con aquel su atavío de hojas secas de banano que les da el aspecto de bailarinas hawaianas. Sigue lloviendo. Hay partes en donde el agua llega a la rodilla de los más altos.

En su faena tienen que recorrer kilómetros, mirando hacia arriba en la búsqueda de los racimos que tienen el grado requerido. Llevan guaro [de] contrabando y beben. La propaganda antialcohólica es algo sin sentido en esos lugares.

Este Juancito Sandino, no debe estar bien. Ya ha tenido que salir dos veces a San José a curarse el paludismo en el hospital. Pero ahora la cosa anda peor: dos hemorragias pulmonares. Juancito Sandino es un muchacho nicaragüense de unos veinticuatro años lo más, muy simpático, felino, con unas maneras dulces, como de seda cuando está bueno, de las que saca cuando se emborracha, unas garras de tigre. Su guitarra y él han sido inseparables y su voz agradable de barítono y las canciones ingenuas y amorosas que sabe, han alegrado muchas veladas tristes y muchas parrandas salvajes en aquellas soledades. Es conchero y ha sido famoso por su aguante.

Y ahora el pobre quiere tener las mismas fuerzas de antes. Va con uno de los cortadores más hábiles y tiene que moverse mucho para dar a basto. Da pena verlo con su cara febril bajo el viejo sombrero de fieltro que chorrea agua, agitando la especie de falda corta de hojas secas de banano. Y en torno, por kilómetros de kilómetros, matas de banano que chorrean agua. Las hojas secas penden de los tallos como harapos sucios y las chiras rojas hacen pensar en corazones que cuelgan a la intemperie.

Van y vienen los cortadores y los concheros; caen los tallos y el racimo es recibido con todo mimo y depositado con el mayor cuidado en ordenados montones a lo largo de la línea del tranvía, en los mejores sitios. Los peones que no tienen guaro y están sedientos, se inclinan a la pasada y beben en los charcos. ¡Qué cuento de parásitos intestinales! Da risa pensar en el Ministro de Salubridad Pública que anda en un Congreso de cuestiones de higiene que se celebra en los Estados Unidos. A saber si muchos de los señores que asisten a dicho Congreso tienen acciones de la United Banana Co. ¿Qué puede importar el trabajador a los accionistas? Lo que importa es que cuando haya demanda haya fruta y que suban las acciones.

Llega el turno a los carreros.

Sigue lloviendo. Bueno, cuando llegue la noche, será Nochebuena. Sí, estamos a veinticuatro de diciembre.

Hay que cargar con todo primor la fruta para que no se maltrate. Les hacen lechos de hojas en las pequeñas plataformas de madera montadas sobre ruedas. Restalla el látigo, la mula endereza las orejas y parte a través de los bananales interminables con la preciosa carga.

El agua cubre los rieles, pero como se saben de memoria los switchs, eso no importa. En cada uno hay que bajarse para levantar y acomodar el carro en la vía que debe tomar. En una de esas Pancho Ortega se ha dado un fuerte golpe en una rodilla, tan fuerte que ha tenido un pequeño desvanecimiento. ¿A qué pensar en eso? ¿Acaso vale más su rodilla que el banano de la United Banana Co.?

Cada vez al llegar al comisariato del Carmen, beben. ¡Qué borrachos están! Allá lejos, en las ciudades, los filántropos pueden hacer toda la propaganda antialcohólica que a bien tengan. La Compañía tendrá cuidado de tener en sus comisariatos siempre una buena provisión de aguardiente. Sin el guaro, qué vida más aburrida sería la de los peones.

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¡Nochebuena!

Nadie se acuerda allí de que en esa noche se celebra el recuerdo de Jesús, quien dicen vino a salvar este mundo del pecado.

A las nueve están de vuelta los carreros. Han rechazado la fruta... No tenía el grado pedido.

Claro que sí lo tenía, pero había exceso de fruta en los mercados de los Estados Unidos y de las alturas vino la orden de rechazar la fruta. Un costarricense yanquizado de esos que creen que hablar inglés es una gran cosa, recibió dicha orden y se apresuró servil a trasmitirla.

Los cortadores perderán todo su trabajo.

¿Maldita sea? No, ya ni maldita sea dicen... Es tan corriente...

Los bananos pierden toda su importancia y allí quedan tirados en la oscuridad, bajo el agua que sigue cayendo.

En el rancho de Pedro Montiel han preparado unos tamales. Ahora el río ha subido tanto, que corre sobre el piso de los ranchos. Los convidados se han acomodado en las camas, en la mesa, en cuanto está elevado. Han improvisado puentes para llegar hasta el fogón en donde hierve una olla de tamales. Juancito Sandino se ha encaramado con su guitarra sobre la única mesa. Ya no puede cantar, pero acompaña a Zapata. De verdad que la música de la guitarra es buena compañera de estas gentes. Se siente que viene a ellas con la sencillez de una fuerza que no se cree ni más ni menos que nadie, como el agua, como el viento, como la luz del sol. Les da todo lo que posee: su música incomparable.

Canta Zapata con su voz un poco nasal: es de una barca que se lleva a un pescador y de una mujer que se queda llorando en la playa. Tose Sandino con su tos de tuberculoso y los acordes de la guitarra acompañan sollozando este presagio de muerte.

La luz aceitosa de una lámpara de petróleo suspendida del techo de palma, alumbra la escena.

Los carreros que han llegado borrachos no se han quitado sus ropas empapadas y andan dando traspiés entre el agua con sus botas llenas de barro, repartiendo ron. Julio Martínez va a poner un disco en la victrola. ¡Las victrolas y las aspirinas! No hay rincón del mundo adonde no hayan llegado.

El disco es de una mujer que canta de modo que recuerda a las gatas en celo sobre los tejados. Dan ganas de coger a patadas el admirable invento, y tirarlo al río.

Todo el mundo está borracho allí, hasta las mujeres y los niños.

Pancho Ortega no ha podido venir a la fiesta. Ha tenido que permanecer en su rancho en el que vive con una negra. La rodilla se le ha puesto como una cabeza de ternero y se ha echado así con la ropa y el calzado empapados, porque no aguanta que lo toquen. A ratos brama del dolor. Lo que han hecho la negra y él es ponerse a beber ron. Bajo la cama se desliza en silencio el agua del río.

Y no deja de llover. El Reventazón corre entre la noche con una quietud aterradora.

¡Nochebuena!

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Los altos empleados de la United Banana Co., que viven en Limón, en lo que llaman la Zona, también celebran su Nochebuena. Han adornado sus casas confortables con graciosas coronas de muérdago y han plantado arbolitos de Navidad con muchas luces y frutas fantásticas de vidrio. Para toda la gente bien de Limón, los machos han preparado una fiesta en el Amusement Hall. El que ha recibido y trasmitido la orden del rechazo de la fruta, es un buen hombre, un padre amante de sus hijos que mira con indiferencia los cuernos que con los machitos le pone su mujer. Ha jugado y cantado con sus niños en torno del arbolito resplandeciente y más tarde se ha emborrachado con los amigos y amigas de su mujer en el Amusement Hall.

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En casa de un diputado de los que se empeñaron en que pasaran los contratos bananeros tal como lo deseaba la United Banana Co., contratos que casi han dejado el destino de Costa Rica en manos de esa compañía.

Dicen que le dieron unos pocos miles de colones como premio a su adhesión a la Compañía frutera.

Está recién casado, sólo un niño tiene. Con parte del dinero que así se ganó, ha comprado para su hijo un automóvil de juguete en el que cabe la criatura, trenes, bolas y no sé cuántas chucherías más y para su mujer un pendentif con un brillante y una refrigeradora. Además ha plantado también su arbolito de Navidad ante el cual se ha extasiado con su mujer y su hijito.

Ambos cónyuges han invitado a cenar a sus respectivas familias y amigos. Han tenido chompipe relleno, champagne, tamales, etc. A medianoche el niño se ha despertado y se ha puesto a jugar con sus regalos, y al padre y a la madre se les han salido las lágrimas de emoción al contemplar el fruto de su amor encantado con aquellos juguetes comprados con el dinero que la United Banana Co., diera como premio a la venalidad.

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De cómo pasó aquella misma Nochebuena. Mr. Sweetums. Assistent Manager de la United Banana Co., en New York.

 

Fue en el delicioso apartamento de Dolly Darling, chiquilla de quien Mr. Sweetums estaba enamorado.

Dolly Darling se dedicaba al vaudeville aun cuando tenía una voz insignificante. Además se había ganado una copa en un concurso de bañistas en Riverside.

Mr. Sweetums pasó una noche deliciosa entre las carantoñas de su protegida y las ocurrencias de Polly Flapper, la hija del rey del papel higiénico, y de Conny Fletcher quien tuvo lugar preferente en la primera página de los periódicos de la prensa escandalosa cuando lo del crimen de Tennessee.

¡Dolly Darling parecía tan enamorada de Mr. Sweetums! ¡Y cómo no, si le había llevado esa noche como recuerdo de Navidad, aquel Rolls-Royce que sería la envidia de sus amigas, con carrocería diseñada especialmente, calefacción, luz eléctrica, orquídeas y no sé cuántas novedades más; y aquella piel de zorro de treinta y dos colas y un choker de brillantes de Tiffany!

Conny llegó en su limousine y Polly en su Packard regalo del padre, es decir comprado con las ganancias obtenidas en el comercio del papel higiénico.

Pasaron una Nochebuena deliciosa: tomaron cocktails exquisitos preparados por Mr. Sweetums con el alcohol que, a pesar de ser un obediente ciudadano de las leyes de los Estados Unidos, sabía conseguir cuantas veces se le antojara; comieron almendras saladas y mil golosinas más. El radio les trasmitió la música de la orquesta que tocaba en el Roxy y una onda les trajo la frase de los ángeles a los pastores de Belén, repetida con unción por el Reverendo Billy Jenkins: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad".

Mayo de 1931.



— III —

NIÑOS

 

Dicen unas grandes autoridades médicas a quienes la United Fruit Co. ha consultado, con el fin de hacer propaganda a su artículo, que el banano es un gran alimento para los niños.

 

Cae la tarde. Comienza mayo y el canto de las chorchas y de los yigüirros pone una dulzura infinita en la paz hipócrita de estos campos tropicales cubiertos de charcos en cuya mirada verdosa acecha la fiebre. Corre el Parismina sin ruido con su taimada mansedumbre que el sol poniente dora y toca de melancolía. Pasan sobre el agua las garzas blancas y grises su vuelo romántico y entre las ondas se esconden tiburones y cocodrilos. Los zancudos del paludismo comienzan a inquietar el encanto de la tarde.

Los niños pálidos y los perrillos flacos y sarnosos deambulan por el caserío, unos diez ranchos lo más.

Son verdosos, muy morenos, con las pancillas repletas de lombrices, amebas, ankilostomas y de sabe Dios cuántos otros monstruos. No gritan ni saltan, se mueven con lentitud y cuando sonríen dejan ver unas encías exangües, lo cual da un fondo doloroso a esta sonrisa.

Descansan su vagabundeo en el bote tumbado en la ribera a la sombra piadosa de un sotacaballo.

Ramón y Julián, [de] ocho y doce años respectivamente, llevan el tronco desnudo. Son hermanos, hijos de la Rosa, cada uno de padre diferente: Ramón de un nica, Julián de un chino. Basta verle los ojillos, los pómulos y el pelo como agujas. Ahora la Rosa vive con Luis, un negro. El negro Luis se emborracha y yo creo que también la Rosa. Dicen que en las parrandas que arman hacen beber también a los chiquillos.

Anselmo es hijo de la Mariana, el mayor de una marimba de cinco criaturas. Pero ni Anselmo ni el que le sigue son hijos de Díaz, el padre de los tres últimos, a los cuales ha chineado el pobre Anselmo: siempre anda cargado con el último crío que la Mariana ha tenido a bien traer a este mundo. Quizás sea el oficio lo que ha dado al niño esa cara de tonto o de bestia de carga que tiene.

Lidia, siete años, debilucha, los párpados hinchados, precoz y perfectamente instruida en todo lo que se relaciona con el pecado que en las tablas de Moisés ocupa el sexto lugar. Eso sí, ni ella, ni la madre, ni ninguna de esas gentes cree que eso sea pecado. (Yo me pregunto lo que piensan los católicos qué hace su Dios con las almas de estas criaturas). La madre de Lidia es la cocinera del administrador de la finca, una mujer joven y guapa de Cartago, con perfil de medalla romana, sólo que cuando ríe deja ver unas encías pobladas de ruinas negruzcas que deben oler mal. ¡Y cuánto ha rodado esta pobre mujer con su chiquilla! Algo así como Estefanía con la suya. Cuando van al Carmen o salen a Siquirres, Lidia se empolva y se encoloretea como su madre y se les guinda y pide plata a los hombres con quienes la otra tiene que ver.

Martín, unos ocho años, es hijo de Felipe Quesada el mejor cortador de la finca y también el más borracho. Dicen que tiene una saca de guaro y que el chiquillo le ayuda en tales andanzas. Un día, cuando Martín contaba un año, su madre se fue con otro, y así él ha tenido que vivir con todas las mujeres con quienes su padre se ha amancebado; con la Petrona que le pegaba sin misericordia, con la Carmela que no le hacía caso y que lo dejo cundirse de niguas y piojos, con la Socorro que se pasaba borracha y ahora con la Eva que tiene dos hijas más grandes que Martín. Esta ha sido la mejor época del niño porque la Eva y las chiquillas son buenas con él. Eva no quiere que ni sus hijas ni Martín se queden burros como ella que ni leer sabe, y así lava la ropa a Cayetano Espinoza, un peón, sin cobrarle nada con tal de que los enseñe a leer y a escribir y algo de números.

Natalia, una muchachita de edad indefinible, con su hermanito en los brazos. ¡Qué grupo más triste, Señor! Ella, verdosa, hinchada por la anemia revejida, con unas mechas negras, enredadas y sin vida cayéndole de la cabeza abatida por una mano invisible. El niño tendrá con trabajos un año: la cabecita coronada por unos rizitos negros, la cosa más linda y bajo ellos un rostro tan triste, tan pálido, de una palidez casi transparente, abotagado, serio, serio como si no conociera ni la sonrisa; los ojitos hinchados con la esclerótica casi lívida que hace pensar en la muerte. La madre cuenta que se quedó así como tontico desde una caída en la que se le hundió la mollera; y que después Antonia la vieja curandera que vive en la Barra del Parismina se la sacó con la boca así; primero se echó una buchada de ron y luego una bocanada de humo de puro, aplicó la boca a la mollera hundida y absorbió para sacarla. Engracia, la madre de Natalia quiere que la muchachita y otros dos niños suyos, aprendan a leer con Cayetano, pero no van a poder, pues se van a ir a construir un rancho a unos seis o siete kilómetros de allí. Hay que voltear montaña para sembrar más banano y los chiquillos se tendrán que quedar animales como ella que no sabe ni una letra, sí, animales entre esas soledades.

De la otra ribera gritan. Es que han pescado un tiburón. Hace poco un tiburón aserró la pierna de una muchachita que se bañaba a la orilla del río. ¡Y estas criaturas que se pasan chapuceando entre el agua!

La música de las chorchas y de los yigüirros es ya sólo un recuerdo melodioso en la memoria del tiempo. Hacia el oriente, sobre el azul tierno del cielo comienzan a brillar con inocencia y timidez las estrellas. A saber si en muchas de ellas hay paludismo, culebras venenosas, tiburones y fincas de banano.

Los congos ladran en la lejanía y en el higuerón vecino las oropéndolas arman su algarabía de comadres oficiosas, antes de entregarse al descanso. En los zacatales de las riberas se encienden y apagan millones de candelillas. Los niños las contemplan con sus ojos sin alegría.

A través del encañizado de las paredes de los ranchos comienza a brillar el fuego del hogar. Es como si los ranchos se pusieran a sonreír. ¡El hogar en estas regiones que producen banano, y estos niños!...

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Los que conocen el valor de los alimentos, han descubierto que el banano es una gran cosa, que cuando una persona se come un banano se mete entre el cuerpo no sé cuántas calorías y vitaminas.

Pero las gentes que trabajan en las fincas de banano dicen que es malo. Bueno, hacen ironía sin saberlo...

En cambio en los Estados Unidos, en donde casi todo el mundo es pragmatista y por lo tanto sabe aprovechar honradamente lo que a los demás ha costado sudor y fatiga, comen todos los bananos que les ofrece la United Fruit Co. Dicen la United Fruit Co. y los médicos a quienes ha consultado, que esa fruta es excelente sobre todo para los niños cuando están creciendo. ¡Qué carteles más sugestivos presentan! El yanqui que se quede sin comerla, es porque es un tonto redondo.

¡Cuán sugestiva la propaganda que esa compañía hace a su artículo! ¡Unos carteles artísticos y unos anuncios irresistibles en las revistas! Si hasta logran interesar a la Pedagogía... En revistas para maestros pintan a los trópicos, las tierras en donde se cultiva el banano, como el paraíso terrenal y dedican páginas enteras a los bananos de la United Fruit Co.; grabados de niños sonrientes y sanos que esperan con mirada golosa el plato que una madre encantadora les está preparando, o de graciosos chiquillos que comen banano. Y luego la lectura habla de maestros interesados en la salud y vitalidad de sus alumnos, quienes saben por experiencia que no hay nada mejor para éstos como un banano maduro y un vaso de leche, y de autoridades médicas que han encontrado en el banano elementos indispensables para los huesos y los músculos.

For growing children bananas and milk are a nourishing luncheon.

Una merienda nutritiva para los niños que crecen: leche y bananos.

 

Costa Rica. Junio de 1931.

 


 

— IV —

RIO ARRIBA

 

La lancha El Parismina remonta el río en su viaje semanal. Ha salido a mediodía con todo el sol. Trae un cargamento de cacao y unos cuantos pasajeros, entre los cuales viene una familia que emigra a otra finca: el hombre de edad indefinible, seco, alto, encorvado; el clima ardiente, el paludismo y el alcohol lo han retorcido como retuerce el fuego una rama verde. La mujer y los chiquillos, seres anémicos, raquíticos, hinchados; estos niños que no han probado más leche que la materna. Emigran con todo su haber: unas ollas negras y unos trapos dentro de sacos de gangoche. Viene también el jefe del Resguardo a quien acaban de nombrar, sobrino de una amiga de la mujer con quien vive uno de los ministros de Estado; es un joven de San José con cara de comemaíz, criatura inútil que lo único que ha aprendido es a bailar muy bien y a beber. Su zapato bajo, sus medias de seda rayadas, su charla insustancial y su pelo peinado hacia atrás como los intelectuales cursis, desentonan entre aquella gente silenciosa que lo mira como se pueden mirar unos aretes, un collar o cualquier otro adorno de joyería barata en las urnas de los comisariatos.

El gris del cielo es para la mirada una lámina dura de metal caliente. Dijérase que los émbolos y las válvulas del viejo motor de la lancha, han cogido a patadas el silencio espeso que oprime el paisaje como una capa de aceite hirviendo.

Sube lenta la lancha sobre el lomo del río amodorrado. En las riberas, cañuela, palmas, maraña insolente, bananales y cacaotales. Los cacaotales ponen sobre la monotonía del verde, la nota de sus hojas rosadas; sus frutos amarillentos penden como senos alargados de mujer que ha amamantado mucho. Esta vegetación lujuriosa embriaga la vista. Bajo la tierra las simientes se abren para dar a luz: se adivina su inquietud fecunda. Los brotes asoman a flor de tierra, dispuestos a luchar para abrirse paso; tratan de ahogarse mutuamente, se arrastran, se enlazan, suben estrangulándose. Los más fuertes se empinan y aplastan a los otros y cuando logran subir, el fuego del sol o la tenacidad de la lluvia salen al encuentro de su triunfo y lo adormecen.

De cuando en cuando un lagarto que dormita al sol o un rancho cuyo techo de palma parece abrumado por el calor. A menudo, frente a estas habitaciones hay cuerdas tendidas con tasajos de carne de chancho de monte que se secan al sol. De los surás de tronco blanco y elevado penden mechones de una vegetación negruzca, fibrosa y vaga que se convierten dentro del cerebro adormilado con los jirones del silencio de esas soledades desgarrado por los golpes del motor de la lancha.

El Parismina es una lancha vieja que anda con las entrañas al aire. Las entrañas son este motor viejo de cinco caballos que produce un ruido infernal, de piezas cubiertas de un húmedo siniestro y cuyos movimientos hacen temblar la carne de los pasajeros; las mejillas sonrosadas del jefe del resguardo se agitan de un modo que da risa. Debajo del motor asoman las costillas negruzcas de la embarcación entre una agua verdosa. El piloto que es un negro, y el maquinista, hacen juego con este motor viejo, cuyo brillo y vanidad han quedado perdidos en las aguas del Reventazón y de los Caños. El maquinista, Pancho Sandino, hace cinco años trabaja en esta lancha y como veinte que vive por estas remotidades. Es de Puntarenas. Lo mismo que a la Estefanía, la vida lo arrastró hacia estos lados, como la corriente de los ríos arrastra esos palos que uno ve pasar flotando. Cuenta que por todas las partes por las cuales ha pasado, ha dejado hijos. El dice que hay que sembrar la semilla. Viene sentado en el piso de la embarcación, junto al motor, fuma y fuma en su pipa negra y tosca. Casi no quita la vista del motor. Con los ojos cerrados podría decir el lugar de cada tornillo, llave, cilindro, tuerca. Si no fuera porque de cuando en cuando parpadea sus ojillos verdes, se le podría tomar por un utensilio indispensable para la marcha del motor como la aceitera que se encuentra a su lado. Cuando lleva turistas por los Caños del Tortuguero, ni siquiera levanta la cabeza al oír las exclamaciones de éstos, ante la maravilla del espectáculo. Hace veinte años está viendo la misma cosa...

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Hay que recoger pasajeros en la hacienda Santa María. La lancha se acerca al pequeño puerto protegido por un grupo de nativos.

Se embarcan: un preso custodiado por dos guardas, unas mujeres jóvenes con paludismo y sífilis, que van para el hospital de San Juan de Dios en San José y un hombre que lleva el mismo rumbo, acompañado por una mujer menuda con cara de hormiga. Este hombre se ha golpeado terriblemente el pecho y una pierna al cargar bananos en un lanchón de la finca. Casi no puede respirar ni enderezarse y tiene la pierna terriblemente hinchada y amoratada. Cuando se golpeó nadie le hizo caso, precisaba cargar la fruta, y después el dueño de la finca no tuvo tiempo de ocuparse del asunto. ¿Acaso los hombres enfermos cuentan en las fincas de banano ?

El hospital de San Juan de Dios en San José es un desaguadero de toda esa gente palúdica, tuberculosa y sifilítica que sale de las fincas en donde se cultiva el banano que es una nutritiva golosina en los Estados Unidos. En el hospital, la hermanita de la caridad encargada de las enfermedades venéreas, inyectará Salvarsán a las pobres muchachas de piernas llagadas que entran en la embarcación. Y esa virgen del Señor les echará en cara su liviandad al ver la mueca de dolor de las míseras al sentir la aguja hipodérmica introducirse con piadosa saña en la carne pecadora. Eso sí, no las curará los domingos ni días de fiesta religiosa por tratarse de enfermedades relacionadas con el pecado.

 


El peón que parecía un santo


Un día llegó a la finca Santa María Ignacio Parrales, un peón nicaragüense de Rivas. Unos treinta y cinco años lo más, regular estatura, delgado, cenceño, ojos oscuros que se quedaban mirando con tan apacible serenidad, que uno sentía como si por el espíritu pasaran una cinta de seda, y cuando sonreía y entreabría los labios, la blancura de sus dientes ponía como un leve temblor de luna sobre el rostro oscuro y castigado por las intemperies.

De todo sabía y entendía: era excelente cortador, excelente conchero y excelente mulero. Sabía construir ranchos y botes. Pocos días después de llegado a la finca, comenzó a enseñar a los niños de los peones y de los dueños a leer y a escribir. A unos y otros les narraba cuentos, les enseñaba a fabricar trampas para coger pájaros y bestezuelas de los bosques, y les traía de sus excursiones chanchitos de monte recién nacidos. Cogía los avisperos y panales así no más, sin tomar precauciones y los insectos nada le hacían. Dicen que dormía las culebras y varias veces llegó a la finca con una coral arrollada en el brazo, y dicen también que tenía secretos para dormir a los mordidos por serpientes venenosas.

Todo el mundo en la finca lo quería y le tenía confianza y en los cinco meses que pasó allí nadie lo vio borracho ni pelear con ninguno.

Pero un día llegaron los guardas y lo hicieron preso. Este era el fulano que hacía cinco meses degollara al agente de policía de San Alberto. Cuentan que primero le dio un golpe en la cabeza para atarantarlo y en seguida con todo cuidado y como siguiendo una línea trazada de antemano le cortó el pescuezo.

Bien es verdad que este agente de policía de San Alberto era una buena pieza: ganaba un sueldito cualquiera, pero hubo meses que le salieron por ochocientos colones. Para todo se necesita maña. Se tenía un negro a quien llamaba el Cariador, que le servía de trampa en los días de pago. En cuanto los peones comenzaban a tomar, les echaba al Cariador para que les buscara camorra; y apenas los otros le hacían frente los llevaban al cepo (porque ha de saberse que aun cuando los cepos son prohibidos por la ley, todavía se usan en los poblados de esas regiones bananeras), del que podían salir pagando una multa. Con estas multitas se ayudaba el agente de policía, a quien con tanto primor degollara aquel peón con cara de santo que se embarcó en El Parismina al mismo tiempo que las dos pobres muchachas palúdicas y sifilíticas y el hombre golpeado en el pecho por un lanchón al cargar bananos.

 

Costa Rica. Junio de 1931.

 


Chorcha: Chiltote, Icterus spp.

Chuicas: Trapos.

Comemaíz: Pirrís, chingolo, Zonotrichia capensis.

Yigüirro: Ave nacional de Costa Rica, Turdus grayi.

 

 

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