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Los chicos de la aldea Joaquín García Monge 1881-1958

Joaquín García Monge

Los pobres de la tierra.org

1908

 

El Libro de los Pobres, 1908

Los chicos de la aldea han comido temprano —como de costumbre— y ahora les queda por delante toda la tarde para jugar. Los veo reunidos en la plaza pública de la aldea, junto a un pozo cegado que hay en el medio. Ya jugaron mucho a la pelota y esíán rendidos. El juego los niveló a todos, borró las diferencias entre unos y otros; cariñosa y desinteresadamente los había asociado un rato. Otras tardes jugaron al foot ball con entusiasmo.

Tres días antes se entretuvieron poniendo a pelear a los más chicos; entonces fueron feroces: empujaban a un combatiente sobre el otro para irritarlos, los separaban para ver si se habían lastimado las caras con los trompones, discutían a gritos y por fin al derrotado, que lloraba, lo soltaban despiadadamente.

Otras veces ensayaron la puntería con piedras y sobre un blanco de papel puesto en el tronco de un árbol, cuando no se iban con flechas de hule en busca de los pajaritos alegres e inofensivos para perseguirlos y matarlos.

¿Y ahora qué harían?

Días ha no se habla de partidos entre ellos. ¡Ah!, ¡los partidos! ¡De veras!

—¡Yo soy blanco! —gritó uno.

—¡Yo tricolor! ¡Y yo! ¡Y yo! ¡Y yo!... siguieron otros, sacando de los bolsillos retratos, cintas y botones. Todo estaba muy sucio, por cierto, y se lo pusieron en las pecheras. Al instante aquellas jóvenes almitas, que poco antes uniera el juego tan alegremente, se separaron por la política. Unos se colocaron a la derecha del pozo, otros a la izquierda; todos se sentaron sobre el prado que ya empezaba a verdear.

Uno de los niñitos del partido blanco pidió la palabra y se subió en el brocal del pozo tapado. Se quitó el sombrero y comenzó un discurso. Su voz gritona, sus gestos exagerados, toda su actitud era francamente ridicula.

Me acerqué a oírlos, porque son muy curiosos procederes de los niños.

El orador minúsculo no tenía edad para reflexionar por su cuenta y sólo repetía las mismas frases que escuchara a los propagandistas adultos en los domingos anteriores. Al concluir, como los grandes Jo hacían, vivó a su partido y a su candidato. El bando suyo lo acompañó en los vivas.

Después subió a la tribuna libre un niño del partido tri color, muy mal vestido, descalzo, en camisa. Se quitó el viejo sombrero, se arremangó los pantalones, tosió un poco y comenzó a hablar. Este tomó más en serio que el precedente su actitud de orador público, parecía más entusiasta por su causa. Daba pena oír cuántas cosas graves y duras salían de aquella boquita joven. El partido blanco lo interrumpía a menudo con vivas, mueras, protestas y rechiflas. Esto enfureció más al orador minúsculo, se puso tembloroso, gesticuló y gritó de tal modo que yo temía que se cayera de la tribuna. Su voz, a última hora, se enronqueció tanto que ya no se le oía.

Sucesivamente hablaron otros de ambos partidos, y la di visión que se marcó en aquel ramillete de corazones niños fue tan honda, que a última hora sólo se escuchaba el disparo mutuo de los insultos más atroces.

Las gentes mayores, desde sus casas, miraban impasibles y ruiseñas aquella escena penosa. Allí gozaban los niños de una gran libertad, nadie los vigilaba como a los grandes.

Uno de los mayorcitos del bando blanco avanzó hacia uno muy insolente del tricolor, lo agarró por el pescuezo y comenzó a puñetearlo por la cabeza y la espalda. El tricolor era más niño y más débil, no se defendió por el momento. En seguida se apartó, con disimulo, recogió una piedra, y, ciego ¡fie ira, la disparó sobre su agresor, se la midió fuerte en el estómago y echó a correr pálido y jadeante. El golpeado sintió terribles dolores, se quejó, con la cara descompuesta, y se echó sobre el zacate a sobarse el estómago. Todos los compañeros se miraban sorprendidos y en silencio; al instante olvidaron los rencores políticos y atendieron a su amigo lastimado. Después lamentaban lo ocurrido.

Así, borrascosamente, concluyó aquella tarde la reunión de los chicos de la aldea.

¡Qué contraste con la entretención de la tarde anterior! Entonces sí hubo paz, cariño, todo concluyó bien. Entonces jugaron con las pompitas de jabón. En el mismo brocal del pozo uno se levantó con un carrizo en la boca y una tacita de jabón diluido en la mano. Desde allí comenzó a soplar con el carrizo y salían unas pompitas de jabón muy graciosas, que les divirtieron mucho. Salían grandes y chicas: unas se alzaban a gran altura y en medio de risas y exclamaciones de alegría, las iban siguiendo con los ojos; otras no querían subir y ellos, con los sombreros, movían el aire para que las empu jara. Todas reflejaban el iris y muchas venían a romperse en las caritas de los niños que dulcemente miraban para el cielo. Aquello sí fue encantador. Pero ahora... Ahora las cosas habían cambiado!

¡Cuántos chicos harían lo mismo en otras aldeas del país! Los niños remedan las costumbres que observan en los adultos.

Amigos: quisiera que los niños en lo sucesivo no fueran víctimas de esa enfermedad infecciosa que se llama política, y que pasa, como un demonio, por todos los hogares, clavando espinas de encono hasta en los corazones más sencillos. Hay que dulcificar y civilizar a esta humanidad nueva, a fin de que sea menos cruel y egoísta.

Es preciso que formemos en las tardes círculos de niños, que tengan salones para leer en conjunto o para divertirse cultamente, de niños que jueguen al aire libre, que cultiven en un campito especial, flores y otras plantas; de niños que en las horas de ocio se dediquen a los trabajos manuales, al dibujo, a la música y al arte.

J. García Monge




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