Elecciones argentinas:
La restauración del aburrimiento
Raúl Zibechi
Servicio Informativo "Alai-amlatina" - Rebelión.org
25 de abril del 2003
El agudo contraste entre las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, que tumbaron al presidente Fernando de la Rúa, y las elecciones presidenciales que amenazan devolver la presidencia a Carlos Menem, hace que muchos duden de la eficacia y hasta la necesidad de la protesta social.
¿Valió la pena?
¿Qué se consiguió con el despliegue de aquel movimiento que, al costo de decenas de muertos, derribó un gobierno incompetente y represivo? Las dudas sobre la necesidad o no de la acción social, desde la protesta hasta las revoluciones, aparecen de forma sistemática a lo largo de la historia cuando se aquietan las aguas y retorna la "normalidad" de la vida diaria. En esos momentos, en los cuales todos los avances que trajo la movilización social parecen disolverse en las aguas heladas del cálculo económico o electoral, las jornadas festivas de algarabía y confraternización se tornan pesadillas a evitar.
Las elecciones argentinas marcan el fin de un período de aguda confrontación. Los candidatos con más chance de pasar a la segunda vuelta, Menem y Néstor Kirchner, son más de lo mismo, aunque el ex presidente reúne todas las condiciones para el rechazo de una parte considerable de la ciudadanía. De ahora en más, el potente movimiento que se puso en marcha hacia 1997, deberá apostar a sobrevivir en un clima de restauración, en el que la represión apuesta a que los protestones opten por quedarse en sus casas prendidos al televisor.
Cambio y continuidad
A menudo suele olvidarse que luego de las grandes agitaciones sociales sobrevienen períodos autoritarios. Así sucedió con la "reacción termidoriana" que siguió a la revolución francesa, con el aplastamiento de la Comuna de París por las tropas de Thiers y con el negro período del estalinismo que sucedió a las agitadas jornadas entre 1917 y 1921 en Rusia. Más recientemente, a la agitación del mayo francés le siguió el aplastante triunfo de Charles de Gaulle, con cuya elección los franceses hicieron su propia llamada al restablecimiento del orden.
Al parecer, a los ciclos de protesta (una fase de intensificación de los conflictos, con una rápida difusión de la acción colectiva, innovación de las formas de lucha y combinación de la participación organizada y no organizada, según el sociólogo Sidney Tarrow) tienen lógicas intrínsecas que auspician su aparición y determinan su extinción. De forma casi sistemática, se dan condiciones para el inicio de un ciclo de protesta cuando los sectores dominantes modifican sus alianzas o cuando se producen conflictos entre las elites, que hacen más difícil la represión a los disidentes. En esos casos suele suceder que la iniciativa pasa de las elites al llano. De la misma forma, cuando las elites consiguen cicatrizar sus diferencias, a menudo introduciendo reformas para neutralizar parte del movimiento, y cuando éstos se dividen o fragmentan, la iniciativa política retorna del llano a las élites.
Ciertamente, el anterior esquema es apenas un marco de referencia para comprender los porqués de las agitaciones sociales y de sus aparentemente bruscas interrupciones. Lo que suele olvidarse, es que los movimientos suelen ser víctimas de sus victorias; triunfos que las más de las veces son indirectos y, sobre todo, se manifiestan al cabo de cierto tiempo, gracias a que emergen nuevas culturas sociales y políticas que se plasman en mayor conciencia, más participación y cierta democratización de la vida cotidiana.
¿Periodo de repliegue?
Hacia mediados de los noventa, en gran parte de América Latina se registró una notable reactivación de los movimientos populares. Y ahora, a comienzos del nuevo siglo, en los países en los que más lejos llegó la protesta y la movilización, su intensidad parece dar paso a realidades nuevas e inciertas.
En México, la irrupción del zapatismo en 1994 cambió el mapa social y político. Quizá el punto más alto fue la movilización de millones de mexicanos durante la caravana zapatista que llevó a la comandancia del EZLN desde Chiapas a la capital del país. Luego, sobrevino un largo silencio zapatista como consecuencia de la negativa del parlamento a aprobar una ley sobre derechos indígenas, y niveles mucho más bajos de actividad social. Quizá el logro más duradero de este ciclo, especialmente removedor, haya sido la derrota del partido-estado, el PRI, que luego de 60 años fue derrotado por el derechista PAN. Sin duda, algo que no buscaban los insurgentes, pero que fue en gran medida uno de los resultados de su acción.
En Brasil, el Movimiento Sin Tierra experimentó un gran salto adelante en los noventa. En 1996, el año de la masacre de Eldorado de Carajás, realizó 176 ocupaciones de tierras, cuando el promedio era de sólo 50 ocupaciones anuales. El año siguiente realizó 180 ocupaciones y una enorme Marcha Nacional por la reforma Agraria que recorrió todo el país para concluir el 17 de abril en Brasilia con más de 100 mil manifestantes, algo inédito en esa ciudad. Hasta el año 2000 la movilización siguió siendo importante, poniendo el tema de la reforma agraria en el centro del debate político nacional. De ahí en más, y sobre todo desde el triunfo electoral de Lula, los sin tierra enfrentan una situación muy difícil: la reforma agraria no avanza de la forma que esperaban, pero tampoco están en condiciones de desatar oleadas de ocupaciones como cuando gobernaba la derecha.
Los itinerarios de los movimientos de Ecuador y Bolivia tienen también similitudes. Desde el alzamiento indígena de 1990, que convirtió a los olvidados en actores centrales, derribaron dos gobiernos y frenaron varios intentos privatizadores. El clímax del movimiento social se registró en enero de 2000, cuando derribaron al presidente Jamil Mahuad y controlaron, durante algunas horas, el poder estatal con el apoyo de un grupo de coroneles. El reciente triunfo electoral de Lucio Gutiérrez, en cuyo gobierno hay destacados representantes indígenas, coloca al movimiento en una situación muy delicada, toda vez que el nuevo presidente parece empeñado en seguir aplicando las recetas neoliberales. En Bolivia, las insurrecciones de 2000 a 2003 parecen haber contribuido a legitimar la formación del Movimiento Al Socialismo, liderado por Evo Morales, que conquistó una importante representación parlamentaria. Pero el movimiento mostró, en ese mismo proceso, los límites de ese intenso ciclo de protestas.
Cambios, ¿qué cambios?
En todos los casos, se registra un traslado de la iniciativa social y política desde el llano hacia las elites. En Argentina, luego de la insurrección del 19 y 20 de diciembre, y sobre todo después de los sucesos del puente Pueyrredón, en Buenos Aires, donde fueron muertos dos piqueteros, el ciclo de protesta parece haber iniciado una fase defensiva. Fue en ese momento que el presidente Eduardo Duhalde decidió convocar elecciones, como forma de recomponer los cuadros gobernantes y ganar legitimidad. A la vez, las divisiones en el movimiento social se agudizaron. El gobierno negoció con los grupos piqueteros más numerosos, el movimiento de fábricas ocupadas (unas 140 actualmente) se dividió en tres partes y las asambleas barriales sufrieron los efectos del desgaste y de la división introducida por los partidos de izquierda. La represión, selectiva pero muy dura, es el telón de fondo de este proceso a lo largo del último año, pero se ha intensificado en los últimos meses.
Así las cosas, recomposición arriba y división y desgaste abajo, el recambio presidencial llega en el momento más bajo del movimiento social. Nuevamente, las preguntas se acumulan: ¿Qué queda de aquellos agitados días de diciembre? ¿Cómo medir el cambio en la sociedad argentina, que parecía tan evidente un año atrás? ¿Pueden medirse los cambios en el terreno de los resultados electorales?
El movimiento social argentino ha ido muy lejos en su rechazo a la representación: lo que ha sido cuestionado no es quiénes dirigen el aparato estatal, sino la idea mismo de que existan dirigentes. En ese sentido, la izquierda argentina es prisionera de una grave contradicción: apoya el "que se vayan todos", pero reclama los votos de esas mismas personas y movimientos para representarlos.
Los cambios reales no siempre cuajan en nuevas instituciones, son siempre culturales y, por lo tanto, lentos: "Los efectos de los ciclos de movimiento social son indirectos y en gran medida impredecibles. Actúan a través de procesos capilares bajo la superficie de la política, conectando los sueños utópicos, la solidaridad exaltante y la retórica entusiasta del clímax del ciclo al ritmo glacial, culturalmente constreñido y enfrentado a resistencias sociales del cambio social"*.
En suma, ni el cambio es completo ni la continuidad es absolutamente hegemónica; cambios y continuidades se entrelazan y aparecen de formas insospechadas, a menudo invisibles para la mirada institucional. Quedan en pie, no obstante, cientos de emprendimientos, en los que la gente desarrolla su poder como capacidad de hacer, donde establecen relaciones que van a contramano de las hegemónicas, redes valiosas para la sobrevivencia cotidiana que emergerán fortalecidas en el próximo período de alza del movimiento.
Una mirada más atenta, permite aventurar que, aunque este es un momento de repliegue, el movimiento social argentino está creciendo hacia adentro, desarrollando sus capacidades, aprendiendo a trabajar colectivamente y vinculando personas y grupos de diferentes sectores sociales. Una pequeña sociedad nueva está naciendo en el seno de la Argentina que se hunde. Todo esto no es visible ni interesante para los políticos; sucede de forma subterránea, molecular, hasta que un día, ¡oh sorpresa!, vuelva a dar un campanazo y entonces, sí, los políticos de todos los colores volverán a prestarles atención y las cámaras de televisión volverán a enfocar la rebeldía de los de abajo.
* Sidey Tarrow, "El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política", Alianza, Madrid, 1997, p. 311.