El Libertador Simón Bolívar, 1783-1830¡Despierte, Libertador, despierte!

Andrés Boiero

Rebelión

21 de octubre de 2003


“ ¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”

Simón Bolívar

10 de diciembre de 1830


Es una noche tibia. Cerrada. Sobre la aurora descansan los ritos de los sables y de la sangre. El Libertador duerme. Ella lo acaricia dulcemente. Una leve brisa sacude las pesadas cortinas del Palacio Presidencial. El libertador sueña. Ella mira su delgada cara entre las penumbras de unas velas. El libertador tiene cuarenta y cinco años. Los rumores de la noche avanzan. Él sigue soñando. Está en el Sacro Monte Romano jurando por la libertad de América. Está en Boyacá y en la Gran Colombia. Está junto al General en Guayaquil. Está solo y tuberculoso protegido por un amor clandestino y oficial.

Ella lo besa. El Libertador sonríe entre sus fobias. Ella lo acaricia y sabe que el exilio es inevitable, sabe que un hombre que lucha por la libertad es esclavo de sus actos, que ese hombre es frágil y eterno, sabe que algún día descansará en el olvido.

El Libertador la abraza y sigue soñando con la Unión y la fraternidad de los pueblos ingobernables, abraza los salones juveniles de Paris y los calurosos bailes con mujeres amplias y licores sordos.

¡Despierte Libertador, despierte! Ella está a su lado como siempre, como la hembra de la historia universal de la infamia, como la mujer de su Patria.

¡Despierte Libertador, despierte! Vienen a asesinarlo. Las paredes de su Palacio son delgadas y Usted duerme y espera que los pueblos lo consagren.

¡Despierte Libertador, despierte!.

Ella –después de amarlo- lo sacudió bruscamente. Las cortinas del ventanal Presidencial de Bogotá se exaltaron. Las voces de la muerte corrían por los pasillos.

¡Corra, Libertador, corra! Porque vienen a asesinarlo.

El Libertador -cansado y tuberculoso- buscó entre las tinieblas del engaño, el sable y saltó por la ventana. Ella gritó. Lloró, mientras los hombres entraban al cuarto del Palacio Presidencial de Bogotá vestidos de muerte y venganza. El Libertador atravesó los empedrados húmedos y pegajosos de una Patria inexplicable. Su corazón desbocado se precipitó hacia un refugio. Es un puente, eterno Libertador. La noche era helada. El Libertador empuñó el sable -el mismo que agitó en Junín y Ayacucho- y esperó.

Pero ahora, mi eterno Libertador, el enemigo es otro. Es su pueblo libre y soberano, es su propia soledad. El óvalo de la luna se reflejó sobre sus hombros. Qué piensa el Libertador temblando debajo de un puente. Escapando de su muerte y de su amada, de su América y de sus sueños. Qué piensa ese hombre mayor embriagado de victorias y derrotas, con su sable magno y cortesano.

Su guardia personal se acerca. No se preocupe, eterno Libertador. Entre ellos quizá esté su muerte. Su guardia personal es leal. Aunque la lealtad veces se confunde entre turbios agasajos, eterno Libertador.

Ella se acuerda de su espalda y de cada pliegue de su cuerpo, mi eterno Libertador. Ella alguna vez le contó un secreto y Usted lo supo guardar entre los Andes y las mulas.

No se preocupe, eterno Libertador, su guardia personal está a pocos metros.

Ella desde algún lugar de la historia salvó su vida. Sí, eterno Libertador, Ella es Manuelita Sáenz, su amor, su color, su aliento.

 

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