De los hermanísimos
Alfonso Chase
La Prensa Libre
15 de diciembre de 2008
La historia de Costa Rica pareciera ser la de la gobernabilidad compartida, con ciertos miembros de la familia, desde el siglo XIX. Siendo, en verdad, la relación cronológica de un destino político conservado por la existencia de una oligarquía endogámica, las historias de quienes nos han gobernado, hasta la fecha, son una sucesión de hermanos, primos, padres, yernos y cuñados al lado de los mandatarios, a la luz pública o en la soterrada caverna de las negociaciones, llamadas alguna vez, eufemísticamente, consensos, más la presencia de algún hijo, o hija, con cierto poder enmascarado, o la brillante presencia de una cuñada, tal es el caso de doña Cristina Rojas, viuda de don Manuel de Jesús Jiménez, al lado de don Ricardo luego de la muerte de doña Beatriz Zamora, en 1928.
Este asunto no ha sido estudiado de manera lúcida, debido a la complejidad de las redes familiares, la astuta discreción de quienes se ocupan de estos asuntos, y podría darnos una idea, rectilínea y hasta novedosa, de cómo se escribe la historia de nuestro país en el destino de nuestros presidentes y de una tendencia que tiene altibajos, ascensos, actos que se desean cubrir o, simplemente, la presencia de una especie de fraternidad al descubierto, basada en reglas de confianza entre familiares ante el peligro que implica la traición, el odio soterrado, el miedo, la desconfianza, ante los enemigos políticos, sobre todo en la época del mayor esplendor de nuestra democracia tutelada, sobre la cual se ha escrito poco y que pareciera un filón rico en detalles para quienes deseen acercarse al tema.
No parece existir maldad en esa tendencia política en el desarrollo institucional de nuestro país, sino, ya lo dijimos, un conjunto de situaciones que dimanan de nuestra misma historia en la cual a los mandatarios los asechan diferentes tipos de enemigos: los declarados, los embozados, los cortesanos resentidos, los que forman gobierno pero solo administran, los
humillados y que devienen siervos o los que ocupan puestos estratégicos, desde un
ministro hasta un conserje, siendo en verdad parte de los mecanismos de espionaje de su propia consciencia, o de la ajena, prestos a sacar el estilete o, como las termitas, empezar a comer madera para bajar el piso. Las lumbreras fraternales parecen ser ya parte de nuestra historia, y cumplen su papel según sean las circunstancias, siendo las eminencias grises del poder familiar, mostrando un bajo perfil o sólo lo exhiben en circunstancias especiales, la mayoría de las veces cuando ya no aguantan la carga de ser, parecer o crearse segundones, o cuando en verdad la autoestima hace crisis y, en el fono de su mente, y más allá, hasta el corazón, parecieran sentir un seco dolor de llevar todo el fardo, las buenas acciones incluidas, por supuesto, y se convierten en grosero blanco de los ataques de sus adversarios políticos, transformados lentamente en enemigos personales.
La historia, insisto, nos muestra desde el siglo XIX, una legión de parientes en el
gobierno de turno, siendo en verdad
excepciones cuando esto no es así. Algunos han ocupado cargos altos: designados a la presidencia, ministros, descubiertos unos, escondidos otros, pero todos cercanos al poder, dentro del cual ejercen el oficio de eje, y muchas veces, sin ocupar cargo alguno, son más influyentes, entre amigos o enemigos, que el propio Jefe de Estado. Todo este tinglado convertido en una tradición en nuestra patria, mal visto en algunas latitudes, pero en otras convertido en norma de ejercer el poder, sobre todo en esos
países tutelados por el gamonalismo político o el efluvio del líder sobre el destino de sus parientes.
Si se analiza bien el asunto, con líneas coordenadas específicas de las genealogías, esto incumbe también a los hijos protegidos por el apellido, que ocupan altos cargos por el solo tenerlo, aunque sus resultados como gobernantes sea mediocres, en esa historia edulcorada en donde el legado, herencia, prosapia, linaje, valen más que la inteligencia real de gobernar en dominio de su propio apellido, que no es el de Juan Pueblo, que siempre se tira a la basura a la hora de proponer candidatos. Todo este fascinante, o siniestro destino de nuestra patria, se percibe en los gobernantes que han sido electos, impuestos o alquilados, pero se cubre con velo sutil de ignorar este fenómeno, convertido en tradición, aunque nuestra Carta Magna, imposible llamarla a esta fecha Constitución, no muestre ningún impedimento para constreñir este tipo de nombramientos para con los ciudadanos, lo cual limitaría sus propios derechos.
En un caso emblemático, el de don Bernardo Soto Alfaro sucediendo a su suegro don Próspero Fernández, se hizo una pequeña discusión. Pero la presencia de hermanos ha sido una constante en nuestro sistema, así como la de el nuevo concepto de primeras damas, a las cuales hemos visto haciendo zaperocos en los pasillos gubernamentales, creyendo que fueron “electas” junto a sus maridos y exigen
oficina y hasta presupuesto y personal para “ejercer” el cargo, que simplemente no existe.
He aquí la historia en su línea recta, sin citar nombres y apellidos, pues son parte de esa historia que todos conocemos pero preferimos ignorar. Nunca hasta la fecha, un hermanísimo ha sido tan indiscreto en
manifestar que quiere ser Presidente de la República y menos poner fecha para su candidatura. Este es un hecho nuevo en nuestra trayectoria institucional y marcaría el punto de arranque a un posible desastre político. Se abstendría de hablar, tan arrogantemente, con solo consultar los índices de su aceptación y popularidad entre los costarricenses. O consultar la lista de hermanísimos que le anteceden, en el tinglado de lo que Samuel Stone llamó: la dinastía de los conquistadores.
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