La
doctrina Bush
Soledad
Loaeza
La
Jornada
27
de enero de 2005
El discurso que pronunció el pasado jueves 20 de enero
George W. Bush en la ceremonia de asunción de poderes para
un segundo mandato ha sido interpretado por muchos gobiernos extranjeros
como un enorme foco rojo. Tal como enseñan la historia
y la experiencia reciente, la libertad puede ser la víctima
número uno del compromiso, en apariencia, ciego con la
defensa y la promoción de la libertad. Así ocurrió
en muchos países de América Latina en la década
de los 70, donde Estados Unidos intervino para dejar tras de su
participación en los asuntos internos de estos países
una estela de devastación política y dictaduras
militares que infligieron profundas heridas en sus sociedades.
En el vecindario de Estados Unidos son muy pocos los que creen
en la tradición libertadora de ese país, que según
Bush han experimentado millones de personas a lo largo de la historia.
(En este aspecto los europeos son quizá los únicos
que tienen que agradecer el intervencionismo estadunidense, sobre
todo, durante las dos guerras mundiales del siglo pasado.)
Las
palabras de Bush han puesto en estado de alerta a varios gobiernos
que consideran las posibles consecuencias de una política
exterior que mantiene el unilateralismo que ha sido característico
de su diplomacia como piedra de toque del comportamiento internacional
de Washington; asimismo, el decidido intervencionismo que anuncia
es causa razonable de inquietud. Estos dos principios -unilateralismo
e intervencionismo- están en el corazón de la doctrina
Bush, la cual evoca como precedente la doctrina Truman, enunciada
en 1947 con el compromiso de apoyar a "los pueblos libres
que resisten los intentos de dominación de minorías
armadas o de presiones del exterior", donde quiera que estuvieran
amenazados. De esta manera se inauguró el globalismo estadunidense
de la segunda mitad del siglo XX y se sentaron las bases de los
juegos perversos de la guerra fría.
No
obstante las similitudes entre la doctrina Truman y los planteamientos
del presidente Bush, grandes diferencias los separan. Es cierto
que ambos defienden un cierto modo de vida y una forma determinada
de organización política, la democracia liberal.
Sin embargo, sus argumentos son muy distintos, como lo son los
recursos movilizados para apoyar sus respectivas políticas
exteriores. Primero, Truman fundaba el compromiso de Estados Unidos
con la defensa de la democracia exclusivamente en principios de
orden político: creía que la libertad era la única
vía posible de la felicidad individual y, luego, sostenía
que la libertad era condición indispensable de la paz internacional.
La lucha no era entre ángeles y demonios, sino entre dos
modos de vida, y Truman estaba firmemente convencido de que la
democracia liberal era la que mejor respondía a la búsqueda
de la felicidad. Ni una sola vez se le ocurrió apoyarse
en un mandato divino, a diferencia del presidente Bush, para quien
ése es el último argumento.
En
cuanto a los recursos también hay diferencias muy significativas.
En 1945 Estados Unidos era la única superpotencia en el
mundo. Podía haber ejercido su poder en forma unilateral
sin toparse en el camino con ninguna resistencia de consideración.
No obstante, como ha observado Farid Zacarías, el gobierno
de Washington optó por construir una amplia red de instituciones
internacionales que daban forma y, hasta cierto punto, contenían
esa capacidad de influencia, además de que la hacían
más digerible a los demás. Ahora, en cambio, el
gobierno de Washington ha elegido el ejercicio directo y brutal
del poder, haciendo a un lado las instituciones que pueden frenarlo,
pues son foros de negociación multilateral que lo obligarían
a coordinarse con otros gobiernos. Como también lo ha demostrado
la guerra de Irak, Estados Unidos no tiene los recursos para ejercer
un liderazgo excluyente y hasta cierto punto personalizado en
la solución de los conflictos internacionales.
El
gobierno mexicano y todos tendríamos que atender la alerta
que emite el discurso de Bush, sobre todo a la luz del agravamiento
de la violencia del narco que hemos presenciado en las recientes
semanas. Es una simpleza suponer que esta guerra es un desafío
sólo al Estado mexicano o al gobierno. La presencia y el
crecimiento del narco es un reto a todos nosotros, al bienestar
de nuestros hijos, a la estabilidad social, al orden público,
a las elecciones de 2006, a nuestro futuro. Es también
una amenaza a nuestro entendimiento y a la convivencia respetuosa
con el poderosísimo vecino que es Estados Unidos, que no
querrá quedarse con los brazos cruzados y sólo mirando
cómo los narcotraficantes se apoderan del predio contiguo.
Ya lo ha dicho Bush: si la seguridad nacional de Estados Unidos
está en juego, nada los detendrá para defenderse.
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