La humanidad en la encrucijada
Gioconda Belli
ALAI, América Latina en Movimiento
23 de marzo del 2004
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El colegio donde estuve interna en Madrid a mis catorce años quedaba muy cerca de la estación de Atocha. Es una zona de Madrid que, en aquel tiempo cuando aún gobernaba Franco, era deprimida y gris. El arco del techo de la estación, su perfil ennegrecido por el humo de las máquinas, formaba parte de mis recuerdos de entonces. En los últimos años esas imágenes se mezclaron en mi mente con otras más modernas, con el bello interior plantado de palmeras de la nueva Atocha, con los trenes de alta velocidad con sus perfiles de galgo llevándoselo a uno a Sevilla o a Córdoba.
A las dos de la mañana del Jueves 11 vi, en mi casa de Santa Mónica, por CNN, la noticia de los atentados en Madrid, el tren en Atocha. En unos instantes, las plácidas imágenes de mi memoria se convirtieron en hierro retorcido, vagones con boquetes, humo, heridos y muertos en la vía, caos, pero sobre todo en rostros estupefactos.
El 11 de Septiembre y ahora este 11 de Marzo, cincelaron en el imaginario colectivo de la humanidad, un rostro multitudinario, de miles de ojos y bocas superpuestas, cuya expresión de dolor y horror es una terrible pregunta dirigida a la esencia del ser. Estas muertes súbitas, sangrientas, de muchedumbres sorprendidas por el terror en medio de sus rutinas cotidianas, son nuestras Guernicas, dedos alzados que demandan una explicación más allá de la vida.
Hay que ver que nadie en este mundo es neófito de la violencia. De cerca o de lejos, nos toca a todos con su presencia constante, sus amenazas y su olor a carroña. Y sin embargo, estos atentados suscitan el pasmoso asombro de una absoluta incomprensión. Nos confrontan con lo más oscuro, inaccesible y torcido de una naturaleza humana que, tras siglos de civilización, aún encuentra en su ethos justificaciones para cometer crímenes fríos y despiadados como éstos.
Es una insondable sensación de traición la que se experimenta cuando uno contempla la muerte premeditada de tantos inocentes. El dolor y el desconcierto trascienden la noción de una traición ideológica. Uno se siente traicionado en la propia humanidad. ¿Qué somos, a fin de cuentas, si podemos destruirnos con tanta saña? ¿Qué terrible error ha dado lugar a estas aberraciones de nuestra superior inteligencia? ¿Qué es lo que nos permite deshumanizarnos hasta este punto?
Hago la pregunta en plural porque yo al menos soy de la opinión de que el terrorismo no es sólo el problema de unos cuantos fanáticos. No podemos abstenernos de la realidad de que quienes planifican y llevan a cabo estas atrocidades, también son seres humanos. Deshumanizarlos sería cometer el mismo error que cometen ellos que deshumanizan a sus víctimas para asesinarlas a mansalva. Por eso hay que tragarse esa dura realidad: quienes ponen las bombas y planifican los atentados tienen cerebro, hígado, corazón; tuvieron infancia, madres, padres y quizás hasta tengan hijos. Por lo mismo, el hecho de que maten de la forma en que lo hacen nos señala crudamente que hay algo torcido, algo que ha fallado y que está muy mal en el conjunto de nuestro desarrollo como humanidad.
No podemos, ni debemos obviar el hecho de que el raciocinio que fomenta el terrorismo tiene mucho en común con el que subyace en las guerras: se separan amigos de enemigos y al enemigo se le despoja de su humanidad y se le sataniza hasta que destruirlo se vuelve no sólo permisible, sino justificable. Ciertamente que los estados-nación tienen más escrúpulos para actuar que un grupo terrorista, puesto que deben rendir cuenta de sus acciones. Pero no es menos cierto que cuando rendir cuentas se torna engorroso o "imposible", aún las augustas naciones recurren a las llamadas "operaciones encubiertas" para dispensar con la legalidad y actuar en secreto, sin someterse al escrutinio del juicio público.
En este contexto moderno, la moralidad que se construye alrededor de la "real-politk" es tan fallada como la de quienes administran el terror. De manera que una crítica al espanto de las masacres arbitrarias no puede separarse, si de verdad se quiere ser ético e igualitario, de las masacres perpetradas por las naciones que se dicen abanderadas de la razón y el justo orden internacional.
El hecho está en que en este siglo XXI, en nombre de Alá o de la democracia universal, nos tiramos unos al cuello de los otros y nos masacramos. La culpa de esto, por acción u omisión, la cargamos todos. Y hasta que no reconozcamos este hecho y nos propongamos cambiar de raíz las condiciones que nos convierten en asesinos los unos de los otros, seguiremos presenciando perplejos estos actos de terror apocalíptico, donde lentamente la humanidad se desangra, donde paso a paso la especie pierde sus contornos y donde, en la edad de las computadoras, las comunicaciones instantáneas y las misiones a Marte, retornamos en lo íntimo de nuestros corazones al salvajismo de la edad de las cavernas.
Lo menos que nos corresponde hacer es retornar también a la búsqueda desesperada del fuego que nos salve de la oscuridad. Ese fuego está en reconocernos unos a otros como semejantes. Está en el fin de la intolerancia, en el fin de las hegemonías impuestas por el dinero y las armas. Está en el fin de la mentalidad imperial que atropella y distorsiona las historias de los pueblos para negarse más tarde a aceptar las secuelas de sus acciones.
Estos actos de contricción de los imperialismos no se darán sin la intervención de los pueblos. De nosotros depende pasar la cuenta a los gobiernos por sus actuaciones y negarnos a ser cómplices de la violencia institucionalizada que engendra la ciega violencia de la venganza y el fanatismo. Ya los españoles marcaron la pauta y su ejemplo es, por ahora, una luz al final de este túnel.